martes, 29 de diciembre de 2009

La noche infernal,un relato de la vida real.



Autor:Ramiro Sánchez Navarro.
Por entre la hilera de verdes y frondosos saúcos, que servían de cerca y de línea divisoria entre el patio de la casa familiar y el huerto, el sol de la tarde iba lentamente descendiendo tras el cerro San Cristóbal, que se erguía sobre el caserío de Saucha. Su luz amarillenta ingresaba a raudales por la puerta de madera, de una sola hoja, hacia el interior de la semioscura sala dormitorio. Aquella luz dorada, cada vez avanzaba más y más sobre el piso húmedo, de tierra apisonada y se proyectaba sobre la pared de tapial.
En aquellos momentos me ocupaba en limpiar y ordenar una ruma de libros y cuadernos usados sobre la única mesa de madera, que reposaba cerca de la pared, y que con frecuencia lo utilizaba como escritorio. Mi madre, con su habitual silencio, permanecía sentada en el umbral de la puerta, desde donde podía ver el trajinar de los viandantes, que transitaban el viejo camino de herradura, el cual pasaba por encima del patio casero. Ella hilaba un guango de lana de oveja, valiéndose de la rueca y del uso.
De pronto, las ruidosas pisadas de los llanques de mi hermano Jaime y de mi primo Marcos, descendiendo velozmente por las gradas de tierra hacia el corredor, me llamaron súbitamente la atención. Alcé la mirada y advertí que los recién llegados se habían detenido delante de ella para saludarla con un “buenas tardes mamá” y un “buenas tardes tía”,respectivamente y que fueron respondidos con un solo “buenas tardes”, a secas.
En nuestra sala – dormitorio estreché la mano de mi hermano, que había ingresado primero, abrazándolo en seguida. Lo propio hice con mi primo. Me causó mucha alegría verlos a los dos tras un buen tiempo de ausencia. Mi hermano Jaime casi no vivía en casa con nosotros, pues había cogido la costumbre de pasar dos o tres meses en la casa de algún pariente o amistad, donde les ayudaba en sus actividades a cambio únicamente del sustento diario y del hospedaje, lo que nos preocupaba mucho. Casi siempre solía pasar largas temporadas en el hogar de tía Alicia, la hermana menor de mi madre. Como es de suponer, los familiares y las amistades lo acogían muy bien por el servicio que les prestaba en el barbecho de las chacras, en la cosecha de papas, en el pastoreo del rebaño de ovejas, en el arrieraje, en fin.
Después de haber permanecido algunos meses con tío Antolín y tía Alicia ,que eran marido y mujer, ahora mi hermano andariesgo se había ido a vivir en casa de tío Julio, el hermano mayor de mi padre.
En esta ocasión, cuando retornó a nuestra morada pensamos por algunos momentos que por fin se reincorporaba el seno del hogar, pero nos habíamos equivocado, pues no tardó en manifestarnos que él estaba de pasada, transitorio, porque venía a comprar una acémila para el acarreo de papas, que tío Julio lo estaba requiriendo con urgencia ante la inminente cosecha en Quinahuayco, de donde debería ser transportado a Longotea.
- Hemos venido únicamente a comprar un caballo para que nos ayude en el acarreo de las papas, pronto habrá saca de papas en Quinahuayco y para eso lo queremos. En Longotea no hay bestias para comprar. Mi tío Julio nos ha dado la plata para comprarlo.
Mi madre, que escuchaba atentamente, lo que Jaime nos decía se animó a informarle de la venta de un caballo:
- Tu tío Bernabé está queriendo vender su caballo blanco. Estaría bien que fueran a verlo después de merendar.
- Vamos ahorita mismo a verlo.- Le pidió Marcos a Jaime.
- Primero coman y después se van.- exclamó categórica doña Luisa, nuestra mamá, al tiempo que se ponía de pie para encaminarse hacia la cocina – comedor. Nosotros, fuimos tras de ella, ingresamos todos juntos. Allí nos aguardaba un perol repleto de papas cocidas con cáscara y todo, mezclado con ocas, mashuas y ollucos. La vasija metálica descansaba sobre las tres piedras del fogón, llamado Tullparumi. En una olleta de aluminio, que se apoyaba en el borde del perol, y que compartía el mismo fogón, contenía un suculento caldo de huevos.
Como apenas terminaron de comer ambos enrumbaron a la casa de tío Bernabé. Al poco rato retornaron con la noticia de que sí quería vender su caballo, pero que tenían que ir a traerlo de La Quichua, de su chacra que le servía de potrero y que estaba al lado del camino de herradura, que nos conducía al valle de Púsac.
Al día siguiente, a eso de la una de la tarde, la compra venta del caballo blanco se había concretado. Ahora estaba en el patio de la casa piafando y meneando su cola, de vez en cuando, para ahuyentar a las moscas. Jaime procedió a ensillarlo y cuando terminó dicha operación, pensé que iban a partir, pero de pronto él y Marcos ingresaron a la sala – dormitorio, donde me encontraba, para pedirme que los acompañara a Longotea. La verdad que no deseaba viajar a ninguna parte y mucho menos a ese pueblo, a donde fui la primera vez cuando apenas contaba con 6 años de edad. En aquella ocasión, acompañé a mi madre a la fiesta patronal, en honor de la Virgen del Carmen, cuyo día central era el 16 de julio, y en la que mi tío Julio ofició de mayordomo. Recordaba haberlo pasado muy mal, porque los chicharrones de chancho, me habían provocado vómitos y aflojado el estómago en toda una noche y como dormía en la segunda planta de la casona , la escalera de maguey, que nos comunicaba, amaneció salpicada.
En aquel entonces, Marcos, que era de mi edad , me acompañaba en mis andanzas por la plaza de armas. Para ser franco su compañía me había resultado ingrata, porque a cada momento me encaraba las propinas que su hermano mayor, Salvador, nos daba a mi y a él y con las que comprábamos caramelos de perita. “El es mi hermano, de ti no es, no tiene porqué darte propina. Tú no eres su hermano, yo si”, me echaba sermón a cada momento. Por eso me sentí muy alegre el día en que partimos de retorno a casa. Nuestro jumento retornaba con muy buena carga, de panes, bizcochos, tamales, chancaca y otras cosas más, no pudiendo ir sobre sus lomos.
A los 6 años de edad, la caminata me resultaba bastante pesada, porque los senderos intrincados de nuestra serranía, que subían y bajaban cerros, me resultaban fatigantes y agotadores. Casi siempre me retrasaba y entonces mi madre me echaba palo para aligerar el paso, "soltar la manea”, como ella solía decir. La vida de la sierra era dura.
Para suerte mía, cuando ascendíamos la cuesta de Llihuín hacia el caserío de Puémbol, nuestro amigo Juan Salazar Torres, joven de 16 años, nos dio alcance. Venía cabalgando un hermoso caballo bayo. Al verme que caminaba penosamente con mis pies descalzos, por las molestias que me ocasionaban las ojotas, me echó al anca de su cabalgadura y así proseguimos el viaje hasta Saucha, donde el camino desciende hasta el pueblo de Uchucmarca. A media bajada Juan me apeó de su caballo porque él estaba próximo para llegar a su casa, donde vivía con sus padres y hermanos.
II
De tantos ruegos y súplicas, al fin me animé a acompañarlos y así, aquel día, en horas de la tarde, partimos de casa. Marcos y Jaime iban adelante charlando y parloteando, dejándonos rezagados a mi y a mi cabalgadura. Después de cuatro horas de caminar a lo largo del quebradizo sendero, habíamos dejado atrás la fila de Saucha, desde donde podíamos columbrar al pueblo de Uchucmarca, en panorámica vista, al fondo de un valle, circundado por grandes cerros. El pueblo se divisaba con sus abigarrados techos de calamina plateada, refulgentes al sol, con sus tejas rojas y sus plomizos techos de paja.
Al descender aquella cumbre, de pronto había surgido ante nuestros ojos el valle de Chitapampa, atravesado por el camino real y con sus chacras esparcidas a lo largo y ancho, que parecían remiendos. La loma de Puémbol nos permitía espectar el valle de Llihuín, estrecho y encajonado entre dos cerros y por donde discurrían las aguas del río de igual nombre.
Después de vadear el río Llihuín nos esperaban las rijosas faldas del cerro Santa Polonia, por donde ascendía el camino ,que algunas veces se perdía entre los pequeños promontorios de la ladera hasta que por fin, todo sudorosos, ya nos encontrábamos arriba, en su cima.
Desde allí se desciende a Longotea. El pueblo, ubicado en una quebrada, se comunica por un abrupto camino, con notables altibajos, que nos obligaba a transitar por él con sumo cuidado.
Al fin arribamos a la casa de tío Julio, que inicialmente había sido propiedad de mis abuelos paternos.
La encontramos solitaria. Al día siguiente de nuestro arribo, Jaime partió a Shucushconga, una zona montañosa, a dos horas de viaje. Allí estaban temporalmente radicando tío Julio con su esposa, tía Alfonsina, y sus menores hijos.
Ya sin la compañía de Jaime, Marcos y yo nos pasamos dos días en la casa de Longotea. Mientras mi vida transcurría en casa de Abisaj, hermana mayor de Marcos, éste había partido igualmente a Shucuhconga, de donde retornó con una docena de mulas, las que pernoctaron en el patio, espacioso y cubierto de verde grama. Allí las cuadrúpedos se entretenían mordiendo las hierbas y ramoneando los arbustos.
En la Sierra y en la Selva la mayor preocupación para los viajeros es la lluvia, la cual cae generalmente en la tarde. Conciente de esta situación y tomando en cuenta que carecíamos de ponchos de jebe ,o plásticos, para cubrirnos del aguacero, le pedí a Marcos, que partiéramos temprano a Quinahuayco, donde nos aguardaba la cosecha de papas, las que debíamos transportar hasta la casa de Longotea sobre los lomos de las doce mulas y del caballo blanco.
Un día antes de la partida y cuando las sombras nocturnas cubrían el pueblo de Longotea, le puse de manifiesto mi preocupación, mientras cenábamos en la cocina.
- Sería bueno que mañana nos fuéramos a Quinahuayco, pero a eso de las diez para llegar temprano, porque más tarde puede llover.
- El que es hombre anda a cualquier hora. Tú eres un dañao, una maleta.Tú no sirves para estas cosas.
Me quedé callado, pensando en las inconveniencias de viajar en la tarde, ya que ni yo ni el caballo blanco conocíamos bien el camino que nos conducía de Longotea a Quinahuayco.
Me preocupaba además la temeridad e imprudencia de mi primo Marcos, que andaban parejos con las de mi hermano Jaime. En más de una ocasión los había visto a los dos viajar a cualquier parte durante la noche. Como buenos jinetes ,que eran, ellos partían a cualquier hora de la noche, montados en pelo, hacia Chivane o La Quichua, por caminos ásperos, plagados de altibajos.
Cuando llegó el día de la partida hacia Quinahuayco, un tanto irritado le dije a Marcos:
- Vamos temprano. Nos puede coger el aguacero en el camino.
- El que es hombre anda a cualquier hora.-fue su contundente respuesta.
No encontré la forma de persuadirlo y de convencerlo. La mañana se nos fue rápido. Pues harto trabajoso resultó reunir todo los áperos para las mulas, así como disponer de costales y sogas, reatas. A esta dificultad se sumó la demora para la cocción de nuestra alimentos, pues debido a que la leña no estaba del todo seca, el ollón de papas con cáscara, ocas, mashuas y ollucos, tardaron más de la cuenta en cocinarse. Cuando nos dispusimos a comer, el sol había comenzado a descender. Eran ya las tres de la tarde. Ante mis ojos los cerros lontanos aparecían casi oscuros y sombríos. Entonces me sentí sobrecogido por un vago temor.
Después de tantos ajetreos y preocupaciónes, al fin dejamos la casa de tío Julio, abandonamos Longotea con rumbo a Quinahuayco. Delante de mí iba Marcos montado sobre el aparejo de una mula briosa. Poco a poco fuimos dejando atrás al pueblo, que estaba silente. Como apenas lo habíamos dejado, enrumbamos por el camino de herradura, que como una cinta, discurría entre los arbustos y peñascos. Lo que tanto había temido llegó: la lluvia,acompañado de un fuerte viento. A medida que ascendíamos la larga cuesta el aguacero se tornaba más persistente. Después de media hora de cabalgar cuesta arriba, la lluvia caía con más fuerza y en forma permanente. De nada nos sirvieron los ponchos de lana, porque pronto fueron traspasados por el agua de lluvia. Se nos mojaron las espaldas y las posaderas y para colmo de males, los cascos delanteros de mi caballo no se afirmaban bien en el jabonoso camino y por este motivo con relativa frecuencia se resbalaban, poniéndolo de hinojos. Pero el noble bruto de inmediato se reponía, poniéndose en pie. El problema mayor era para Marcos, porque las mulas se apartaban del camino y se dispersaban por los campos, como verdaderos animales salvajes. Pero Marcos, que parecía un centauro, cabalgando una de ellas. A galope las atajaba, les echaba rebenque y les obligaba a retornar al camino. Al presenciar este triste y enojoso espectáculo, en medio de la lluvia, acompañada de rayos y truenos, no me quedaba más que admirar su coraje, su increíble sangre fría y su condición de habilísimo jinete, comparado únicamente con los Pieles Rojas de Estados Unidos. Era un cuadro verdaderamente dantesco. Tras penoso ascenso por el resbaladizo sendero, retomamos el camino carretero en el cerro Colpacucho hacia Quilcaypirca, por donde se habría paso como un espacioso camino de herradura. Debido al derrocamiento del arquitecto Fernando Belaúnde Terry el 03 de octubre de 1968, esta carretera de penetración a la Selva había quedado trunca. Después de un largo recorrido por esta senda carrozable, nos apartamos de ella para continuar por el camino de herradura, que nos conducía a Quinahuayco.
En medio de un implacable aguacero, que nos caía inmisericorde descendimos hacia una hondonada por un camino, plagado de huecos, donde el agua encharcada salpicaba en todas direcciones cuando el tropel de mulas metían bruscamente los cascos en ellos.
Cuando llegamos al final de la quebrada, nos aguardaba una larga pendiente, donde el camino era apenas visible. Ascendimos aquella cuesta con la lluvia que por nada se alejaba y que ahora arreciaba con ímpetu, acompañada de retumbantes truenos, que nos daba la fugaz impresión de que los cielos se estaban abriendo o en su defecto las montañas se estaban viniendo abajo, en medio de broncos rumores. De rato en rato, los relámpagos iluminaban todo el tétrico escenario con su luz fulgurante. Por la ríspida ladera, el agua de lluvia corría cuesta abajo, formando muchos riachuelos.
El solo pensar en que la noche nos podía coger en aquella inhóspita puna, nos obligaba a acelerar la marcha. Para fortuna nuestra la recua de mulas avanzaban sin romper filas. Cuando al fin coronamos la cima de aquella colosal montaña, ante nuestros ojos surgió un nuevo escenario, una gran altipampa, conocida como “Pampa de la Ciénega”, que ostentaba una laguna, de agua iridiscentes y espumantes, con muchos pájaros lic – lic y guachuas en sus orillas. De aquella pampa hacia Quinahuayco ya no distaba mucho. Las mulas sabedoras que se aproximaban hacia su destino final, iban corriendo a galope tendido. Una vez más admiré la destreza de mi primo Marcos, que montaba la mula aparejada y no se caía. Me pareció que jinete y mula eran una sola cosa. Marcos cada vez se distanciaba más y más de mi y de mi cabalgadura. Agitando en el aire, la larga rienda de cuero de vaca, lo vi que se ocultaba tras de una ladera, al terminar la llanura altiplánica. Iba cantando, sumamente contento y sin hacer caso de mis súplicas, que a voz en cuello, le pedía que me aguardara, porque ambos, es decir tanto yo como el caballo que montaba, no conocíamos el camino.
Con mucha dificultad y en medio de la densa niebla, que no permitía ver, llegué a la última quebrada, por donde el río Quinahuayco, tributario del Marañón, discurría cantarino. Con un par de rebencazos, que le propiné al caballo sobre las ancas, se animó a vadearlo. La noche, con su oscuro manto, nos caía de golpe, como si fuera una pesada loza. Como apenas logré pasarlo, de pronto escuché un sordo ruido que se aproximaba. No habían pasado ni dos minutos cuando una gran creciente surgió como si fuera una criatura monstruosa, llevando a su paso palos, piedras, troncos, etc. El agua cristalina estaba ahora turbia, oscura, a causa de los desmontes. El río se mostraba furioso, como león acosado, y no permitía paso alguno.
Me quedé estupefacto al pensar en que si me demoraba en cruzarlo dos o tres minutos más, no hubiera vivido para contarlo. Yo y mi caballo habríamos encontrado una tumba indeseable en aquellas aguas turbulentas e inmundas. Felizmente Dios no lo quiso.
De esta última quebrada a la casa de Marcos ya no distaba más que medio kilómetro.
Sin embargo salvar esta distancia significó para mí un verdadero vía crucis. La noche había caído de golpe. En todas partes la negrura se acentuaba con la densa niebla y el cielo encapotado, que no permitía reconocer el camino. Por todos lados nos cercaba la noche y el ruido sordo del río, que parecía bramar como toro bravo. Las luciérnagas, a los que llamamos ninacuros (gusanos de fuego) sobrevolaban a nuestro alrededor con sus característicos zumbidos. Lástima que sus luces no nos servían de faros orientadores. A la oscuridad e impenetrabilidad de la noche, ahora se había sumado la imposibilidad de continuar montando en el caballo, que estaba desorientado como yo ,y que debido al terreno deleznable y cenagoso, a menudo hundía los cascos para sacarlos con mucha dificultad.
Una suerte similar también experimentaba. Pues las botas de soldado, hechas de cuero y que las había comprado en Trujillo, estaban mojadas y cubiertas de barro, lo cual las tornaba más pesadas que nunca.
El poncho de lana de oveja y la ropa con que me cubría el cuerpo permanecían igualmente mojados, empapados en agua de lluvia y por lo tanto habían incrementado considerablemente sus pesos. El frío de la puna entumecía mis huesos y mis manos agarrotadas por el frío, con dificultad cogían la rienda del caballo, con la que los sujetaba del cuello y lo conducía por aquel andurrial.
En la lobreguez de aquella noche tormentosa comencé a desplazarme a tientas, caminando con suma dificultad y como si fuera un robot. A menudo tropezaba con las cercas de piedra, llamadas pircas, con las que los agricultores de ese lugar, protegían sus chacras, cultivadas con papas y otros tubérculos.
Por un largo rato, escuché la incesante y angustiosa llamada de Marcos a su hermana Florentina. Sus gritos sólo encontraban la repetición prolongada de los ecos, así como el sordo murmullo de las aguas del río Quinahuayco.
La alegría de Marcos, canturriando huaynitos de nuestro folclor nacional, se había convertido en amargura y decepción. Florentina, que no sabía de nuestro viaje, por las tardes abandonaba el cuidado de la casa para ir a dormir en la casa de su tía Robertina, que estaba rodeada de verdes y coposos saúcos y a dos cuadras más allá, sobre la ladera de un pequeño cerro, por donde el camino trepaba con destino al pueblo de Uchucmarca. Muy cerca de la casa de Marcos pasaba un riachuelo que con las lluvias torrenciales, se fue convirtiendo en un rumoroso e insalvable río. Mas, suponiendo que Florentina hubiera escuchado los llamados de su hermano Marcos, no le hubiera sido posible retornar a casa, debido a la crecida del riachuelo, ahora convertido en un torrentoso río, a la impenetrabilidad de la noche, pero a estos dos inconvenientes, que se alzaban como altísimas murallas, difíciles de ser salvadas, estaban ya de por sí el rumor estridente del río, que tornaban inaudibles las voces de Marcos llamándola, y que como un rugiente puma discurría por la quebrada, mientras ella , con toda probabilidad, dormía. El sueño lo había transportado a otras regiones placenteras, alejándola de la dramática realidad del presente.
En medio de la noche oscura deambulaba de un lado para otro. Cuando creía haber encontrado el camino, súbitamente iba a dar con una cerca de piedras o una zanja. Así estaba por espacio de tres horas aproximadamente. De pronto, cuando menos lo pensaba, me fui acercando hacia unos bultos negros, que se movían. El caballo blanco que lo conducía, halado de la soga, de pronto se animó a dar un resoplido, parándose bruscamente, con el cuello alzado, las orejas en punta y en estado de alerta, que fue imitando por los bultos, que eran las mulas de Marcos. Luego de ello, caballo y mulas se reconocieron y la situación se normalizó.
Al fin habíamos llegado a nuestro destino. Pero allí nos aguardaba el tormento de no poder dormir en una buena cama. La sala, dormitorio y la cocina se mantenían herméticamente cerrados para nosotros. Las puertas aseguradas con sendos candados, no las podíamos abrir. Solo nos quedaba el terrado, donde no había cama alguna ni cosa por el estilo y el corredor, donde el viento frígido soplaba de rato en rato. Después de las agrias recriminaciones a Marcos, por no haberme esperado para llegar juntos y las consiguientes disculpas de él, subimos al altozano, a donde había trasladado los aparejos y las caronas de las mulas, así como las sogas y costales. Allí también fueron a dar las caronas, la silla de montar y la soga del caballo blanco. Procedimos a colocar las caronas mojadas, pero aún calientes, las que colocamos sobre el piso de tierra apisonada del terrado, a modo de colchones y almohadas. Luego Marcos se metió en un costal húmedo, lo propio hice yo y por frazadas tomamos las caronas y costales restantes. El frío de la noche, que arreciaba, con un viento helado, y que lograba introducirse por las hendiduras de la puerta, así como por la humedad de nuestras ropas mojadas y de nuestros camastros, no nos permitieron conciliar el sueño.
Fue una noche torturante y de vigilia, que me hizo lamentar el haber venido al mundo de los vivos. Del infierno que para mi había representado caminar en medio de la noche oscura y lóbrega, ahora continuaba mi martirio en el purgatorio, que era precisamente intentar dormir con la ropa mojada, la cama húmeda y fría, así como la frialdad misma de la noche.
No veía las horas del amanecer de un nuevo día. Me pareció que éste había llegado con mucha lentitud, cuando al fin escuchamos el canto melodioso de los pajarillos, nos levantamos presurosos. Marcos se calzó los llanques de llanta de carro y yo las pesadas botas, que estaban llenas de barro, irreconocibles. Luego de limpiarlas me las puse y eché a correr por la pampa para entrar en calor.
Tras una noche borrascosa y de tormenta, apareció el nuevo día con un cielo radiante, despejado. En la inmensa bóveda azul celeste, una que otra nubecilla era escarmenada por el viento. Los gorriones volaban de rama en rama y las aguas del Quinahuayco habían disminuido su caudal. Con el poncho húmedo sobre el hombro partí de allí, dejando a Marcos en el corredor de su casa, a donde ya llegaban los primeros rayos del sol. Dos horas y media más tarde, recorriendo el camino de Quinahuayco, que pasa por la pampa de Huampatén y desciende por Chilcahuayco y Pualán, arribé al pueblo de Uchucmarca, al hogar de mi dulce ensoñación, donde mi buena mamá preparaba el desayuno, un rico caldillo de huevos de gallina, bien aderezados ,con papas cocidas con cáscara y todo, ollucos, mashuas y ocas, carne de chancho y un agradable café caliente, con cachangas fritas y doradas con manteca de cerdo..
Mi odisea había terminado y después de encontrarme en el purgatorio y en el infierno expiando mis pecados aquella horrorosa noche ahora ya podía sentirme en la gloria.
Lima, jueves 10 de enero del 2008
Foto: el protagonista del relato en la cálida ciudad de Bagua,Departamento de Amazonas,Perú.Posa para el recuerdo en compañia de dos damas del lugar.
NOTA.- Uchucmarca y Longotea son distritos de la Provincia de Bolívar,Departamento de La Libertad,República del Perú.

sábado, 5 de diciembre de 2009

El extraño amor de Rosario, un relato del distrito de Uchucmarca-Perú..


Autor:Ramiro Sánchez Navarro.
Recostado sobre su camastro se encontraba don Arturo Navarro Epiquén, cuando de pronto advirtió la figura de su comadre Candelaria, a través de las rendijas de la pared de quincha. Con paso menudo pero presuroso, la visitante se aproximaba a la cabaña. Un chal negro le cubría las espaldas.
Por un instante, don Arturo dejó de chacchar, de masticar su coca. El semblante entristecido, preocupado, de doña Candelaria le hizo pensar en que algún suceso malo le había acontecido. Momentos después, unos ligeros golpes a la puerta de maguey, acompañado de un "compadrito Arturo vengo a visitarlo", dieron motivo a que el curtido chacarero se pusiera en pie y se encaminara hacia la puerta para abrirla.
- ¡Pase usted, comadrita! ¡Qué milagro! Por fin se acordó en visitarme! A este sitio, oiga usted, casi nadie viene. Será tal vez porque se halla retirado y un poco oculto - dijo el dueño de la cabaña, tratando de explicar el porqué de su soledad, al tiempo que le señalaba un rústico banquito de madera.
- Siéntese, comadrita!
- ¡Gracias, compadrito! hace tiempo quería visitarle, pero una cosa y otra me absorbieron el tiempo - dijo a modo de disculpa y luego continuó: - Ahora he venido, compadrito, a que usted me haga un favor muy grande y especial.
- ¡Siempre que se pueda, aquí estoy para servirla!
La mujer miró en redondo y luego calló, como queriendo retractarse de su pedido. Aquella extraña actitud no pasó desapercibida para su interlocutor.
- ¿De qué se trata, comadrita? Cuénteme nomás. Téngame confianza!
- Se trata de mi sobrina Rosario...
- ¿Algo malo le sucede? Inquirió don Arturo con bastante inquietud.
- ¡Si, compadrito! A la pobre "Rosha" la noto pero muy, muy rara. En estos días le están ocurriendo cosas muy extrañas. Yo le aseguro que está fuera de lo común, de lo normal. Le contaré el caso: desde que mi marido se ausentó, dejándome sola, mi sobrina Rosario ha venido a la casa con el propósito de acompañarme. Los primeros días lo hemos pasado muy bien. Cuando por algún motivo salía a la calle, ella se quedaba en la casa. Y cuando retornaba, me esperaba con la comida lista, preparada. Pero, ahora, ocurre todo al revés, ella ya no para en la casa. Un poquito que me descuide, ella se escabulle. Se desaparece por completo para mis afanes. Entonces tengo que ir a buscarla por todas partes. Para colmo de males, ninguna persona da razón de su paradero. Ni siquiera sus padres!. Después que me canso de buscarla, ella aparece de un de repente. Ayer, de casualidad, estaba yéndome al río y de pronto la vi sentada al pie de una mata de cañas de azúcar. Estaba con su chal y sombrero puesto. No pude contener mi alegría. La comencé a llamar desde la cerca de mi chacra: "¿Rosario qué haces ahí? ¿Porqué no vienes a la casa?" ¿Y sabe usted lo que hizo? Se levantó de prisa, de donde se hallaba y corriendo se fue por entre los cañaverales con dirección al río.
"Ay Taitito! ¡Ay amito! - exclamé - Hoy si que esta mujer se ahoga! Como pude salvé la cerca y apretando la carrera, traté de alcanzarla. Pero todo fue en vano. Cuando llegué a la orilla del río, me quedé estática. Con gran desesperación vi que la pobre Rosario se alejaba de mi vista cada vez más y más, arrastrada por la corriente. Después de estar allí un largo rato, dí una media vuelta y me dirigí a la casa con el corazón hecho pedazos. No le miento, compadrito, si le digo que el río estaba muy crecido. Ahora ha bajado ya un poco, pero para mi sorpresa, cuando llegué a la casa, ella me aguardaba en la sala. Se ocupaba en tejer una chompa. "Hija mía, le dije, no te puedes imaginar del tremendo susto que he pasado y todo por tu culpa ¡Creí que te habías ahogado! Ella sólo atinó a sonreirme. Pero eso no es todo, compadrito ¡Viera usted, por la noches, cuando duerme, habla y ríe, como si estuviera conversando con alguien. Hoy, en la mañana, cuando me levanté de la cama, me dí con otra gran sorpresa. Sobre la mesa había varios collares y sortijas. También ramos de flores. Le juro compadrito, que todas estas cosas me causan mucha extrañeza. Porque, en primer lugar, por estos sitios tan olvidados resulta prácticamente imposible conseguir esas joyas. A veces pienso que todo es obra del diablo o de la brujería. Le he preguntado con mucha insistencia sobre la forma en que los ha conseguido; pero no contesta ni media palabra. Hay días, asimismo, en que a ella la veo muy deprimida, con el rostro pálido, sin ganas de hacer nada. Tampoco prueba alimentos. No sé francamente lo que le está pasando a esta pobre mujer! ¡Ojalá pueda ayudarla y ayudarme!.
Por las ajadas mejillas de doña Candelaria algunas lágrimas furtivas se fueron escapando. Don Arturo se puso de pie para consolar a la atribulada señora. Con un raído pañuelo, chocolate oscuro, le fue secando las lágrimas.
- ¡Comadrita, por favor tranquilícese! No llore más. Usted sabe muy bien que nada se saca ni se gana con llorar. Yo le ayudaré a salir de este problema. Pero antes quiero que me escuche. Don Arturo, luego de propinarle algunas palmaditas sobre el hombro fue a sentarse sobre el borde de su camastro.
- Créame, comadrita, que le he escuchado con suma atención. Ahora le puedo asegurar que el mal de la pobre "Roshita" tiene mucho que ver con el pacto que su padre ha hecho con el diablo. Ella, en estos momentos, está siendo acosada por el maligno, que pretende hacerla su mujer. Y todo esto por culpa de don Bonifacio, quien en su loca ambición por volverse rico de la noche a la mañana, no ha vacilado en entregar a su hija al diablo. Es decir a su compadre, que hoy es ¡Usted, mejor que cualquiera, sabe que su hermano Bonifacio, a raíz del largo pleito que tuvo por cuestión de tierras, ha perdido gran parte de su fortuna. Y desde entonces, su preocupación permanente ha sido ver la forma cómo recobrarla.
Doña Candelaria, dando crédito a las palabras de su compadre, recordó ella misma haber visto a su hermano Bonifacio leyendo libros de magia. Después de todo, era verdad que no solamente se había leído todas las magias existentes, sino que, una noche, mientras su mujer e hijos dormían, él había salido hacia un paraje solitario, premunido de un gato negro y de una gallina de idéntico color. Luego de colocarse en medio del círculo, trazado de antemano, comenzó a invocar el nombre del espíritu del mal. Las buenas y malas lenguas, que nunca faltan, contaban el secreto a voces. Se decía que don "Bonete" como algunos lo llamaban burlonamente, había conseguido compactarse con el diablo. También se decía que poco le había faltado al compactado, aquella noche, para orinarse de miedo en el pantalón. Pues el diablo, para probar su valor, había acudido a su llamado haciéndose chancho, león, gallo, toro, etc. En tanto que el ruido estridente, ocasionado por el espíritu del averno, parecía ocasionar el temblor de la tierra bajo sus plantas. De tal forma, don Bonifacio, en la hora de la dura prueba creyó escuchar el rugir de un puma hambriento y dispuesto a acometerlo, el bramido de un toro bravo, el cantar de un gallo agorero.
Igualmente la gente comentaba que don Bonifacio y el shapingo, al cual llamábanlo Chipilín, habían suscrito un documento, el cual no era otro, que un pergamino hecho con cuero de oveja y redactado con la sangre de ambos, diz que para darle mayor solemnidad al compromiso contraído por ambas partes. Lo acontecido a don Bonifacio, inicialmente sólo fue un rumor, el cual con el transcurso de los días, se acrecentó, propagándose en todo el valle de Púsac, cual reguero de pólvora. La gente comentaba muy a menudo que don Bonifacio había solicitado para él y su familia una vida larga y venturosa, así como la recuperación de su fortuna para seguir siendo el hombre más respetable de la zona. Pero el diablo Chipilin en sus pretensiones tampoco se había quedado atrás. En gesto de reciprocidad, le había pedido, a su vez, a su hija Rosario, para convertirla en su mujer. Se aseguraba que el diablo era muy exigente en sus gustos y pretensiones. Pedía siempre lo que más quería su socio. En este caso, don Bonifacio quería más a su hija Rosario. Era la hija más mimada. En todo Púsac se la consideraba la mujer más bonita y requerida.
Doña Candelaria, bastante reconfortada por la promesa de su compadre, abandonó la cabaña, encaminándose directamente a su casa. Iba advertida por su compadre de no hacer comentario alguno sobre el mal de su sobrina Rosario. Ella estaba muy segura que su compadre Arturo iba a ser la salvación de su sobrina, aunque no tenía la menor idea de lo que podría hacer para curarla del mal, que a todas luces era un mal extraño, por tratarse de un incubo, en donde el demonio había tomado la apariencia de un varón y actuaba como enamorado de la bella pusajina. Ahora, la tarea de don Arturo consistía en alejar al maldito de la vida de Rosario.

A la mañana siguiente, en horas de la tarde, cuando la noche se hallaba próxima a desplegar su manto oscuro, don Arturo abandonaba su cabaña, armado de una vieja escopeta, que la portaba terciada a la espalda. En la faltriquera de su saco de dril se cuidaba mucho de meter una talega de coca y un porito calero.
Tras caminar por espacio de varios minutos, se situaba frente a la casa de doña Candelaria. Recostado sobre una roca de la agrietada ladera, sembrada de cactus y pates, don Arturo se pasaba horas enteras espiando a la casa de su comadre. Las desigualdades del terreno y un espeso matorral le servían de biombo para ocultar su corpulenta figura de cualquier transeúnte.
Llevaba varios días, hasta muy entrada la noche, montando guardia, sin conseguir oír ni ver nada extraño. Mientras tanto la situación de Rosario seguía de mal en peor. Doña Candelaria comenzaba a perder la confianza que había depositado en su compadre. El mismo comenzó a poner en duda su afirmación de que Rosario estaba siendo acosada por el diablo, y se inclinaba ya por creer que el mal de la casamentera Rosaria era cosa de brujería. Sin embargo, en su fuero íntimo persistía aún la idea del diablo. También estaba persuadido de que en algún momento iba a sorprender al maligno con las manos en la masa, como se decía cuando a alguien se le encontraba en flagrante delito. El viejo y curtido chacarero retornaba a su bohío envuelto entre las sombras de la noche. En el corredor de su choza, su perro Herodes, de negra pelambrera y brillantes ojos, color carbón, le aguardaba; cuidaba como de costumbre el aposento.
Por enésima vez don Arturo salió al lugar desde donde acostumbraba columbar a la casa de doña Candelaria. De no haber sido por el rumor cantarino de las aguas del Púsac; que cual plateada culebra recorría el caluroso y anchuroso valle, habría reinado un completo silencio. El ruido infernal, ocasionado por los grillos, había cesado dos horas antes. Un viento helado comenzó a soplar. Y por entre los cerros lontanos, el disco plateado de la luna fue apareciendo lentamente. Un rato después, el astro nocturno, remontando alturas, parecía bogar bajo un cielo insondable cuajado de rutilantes estrellas. Nubes blanquecinas, cual copos de algodón, reflejaban la luz pálida y argentada de la luna, por el sector de Falsatranca y Chíbul.
Don Arturo sintió que sus párpados se caían por el sueño que, poco a poco, lo iba doblegando. Miró al cielo y cayó en la cuenta que la noche se hallaba muy entrada.
- Será mejor que me vaya a dormir - pensó.
Apoyándose en la culata del arma, que había tenido entre las piernas, recostada a uno de sus muslos, hizo ademán de incorporarse. De súbito escuchó el ruido de la tranca de madera, por la cual se ingresaba hacia el patio, donde se erguía solitaria la casa de su comadre Candelaria.
Era ésta una casa muy bonita, de varios compartimientos y con techo de tejas.
El experimento labrador que en tiempos idos gozó de fama, por haber sido un buen curandero, volvió a sentarse. Haciendo caso omiso del sueño, centró su mirada en la tranca. Con asombro vió que un hombre alto y de porte distinguido hacía su ingreso al patio de la casa solariega; vestía un saco azul oscuro, un pantalón "beige". Calzaba botas negras de montar a caballo. Se cubría la cabeza con un casco cónico, bastante pronunciado, que reflejaba el brillo de la luz lunar. Don Arturo Navarro advirtió, igualmente, que una cola larga y paichoza, es decir espesa, le salía de las posaderas, como también un par de cuernos quedaban al descubierto del casco. No cabía la menor duda que se trataba del mismísimo diablo Chipilín, quien se presentaba a esas horas de la noche para perturbar la tranquilidad de Rosario!.
Tratando de hacer el menor ruido posible, Chipilín se fue acercando hasta la ventana de una de las habitaciones, en donde, precisamente, doña Calendaria y Rosario compartían una mullida cama, la misma que tenía a manera de colchón, lanudos cueros de oveja. El intruso metía y sacaba la mano por aquella ventana. Luego corría presuroso a esconderse tras la esquina de la citada casona. Un buen rato estuvo en esta actitud que a don Arturo le pareció el juego de las escondidas.
Luego de observarlo detenidamente, creyó llegado el momento de ajustarle cuentas. De una descolorida cartuchera extrajo tres balas, en las que trazó sendas cruces. Luego, una a una las fue colocando en la recámara de la vieja escopeta.
Ahora verás ¡diablo maldito! que con estas balas en cruz no tienes escapatoria -masculló, en tono amenazante. Al tiempo que le fue apuntando y colocando en la mira. El silbido de la bala rasgó el silencio nocturno. Ante el repentino estampido, Chipilin se ocultó tras la casa por breves momentos. Luego reanudó su juego, como si nada hubiera ocurrido. Don Arturo hizo un nuevo disparo. Al apretar el gatillo, la noche fue de nuevo iluminada fugazmente. El diablo, sintiéndose impactado por la segunda bala, avanzó a duras penas, cojeando, hasta un corpulento zapote, del cual se abrazó con desesperación para no caer. Un tercer disparo le hizo perder el equilibrio y la fuerza para seguir manteniéndose en pie. Una rama se desgajó con el peso de su corpuleta figura. Y caía de bruces, en forma aparatosa, a las aguas de un riachuelo, el cual discurría a pocos metros de la casa, y muy cerca de un zapote. Los ruidos intermitentes, causados por los disparos, dio lugar a que se suscitara un gran alboroto en todo el vecindario. Alarmados por las detonaciones, la gente, presurosa, había salido al corredor de sus casas para indagar sobre lo ocurrido, y que a ellos les pareció insólito y raro. Por toda respuesta, sólo lograron escuchar el galope incesante de una mula, estimulada por los latigazos que le propinaba su jinete sobre las ancas y que le hacían gemir y relinchar de dolor.
- ¡El diablo se aleja derrotado - Exclamó don Arturo dándose maña para escapar a su cabaña, sin ser descubierto por los vecinos, quienes se esforzaban vanamente por conocer lo que realmente había ocurrido.
Tres días después doña Calendaria acudió a la casa de su compadre para darle las gracias. Como por arte de magia, Rosario había vuelto a la normalidad.
- De hoy en adelante, el diablo no se atreverá a molestar a la "Roshita". Sin embargo, comadrita, es muy recomendable que ella ya se case. De esa manera el diablo se alejará por completo de su vida.
Doña Calendaria, atendiendo las recomendaciones de su compadre, al poco tiempo la hizo casar. Sin embargo, se comentaba en todo el pueblo de Púsac que el diablo Chipilín, antes de renunciar completamente a sus pretensiones, decidió cometer una venganza contra el flamante marido de Rosario. Y ¿en qué consistió la consabida venganza? La gente juraba y rejuraba haber oído o en cambio haber sido testiga presencial del grave incidente, suscitado durante el matrimonio de Rosario, pues su flamante marido se había miccionado en su propio pantalón, cuando abandonaba la iglesia en compañía ya de su esposa, con quien caminaban cogidos del brazo y rodeados de una numerosa concurrencia. Momentos antes, el cura les había declarado marido y mujer para toda la vida; lo cual, se decía, había motivado la cólera del diablo. Don Arturo con una mezcla de sorna y lamento, exclamaba:
¡Que diablo pa' jodido! ¡Pobre hombre! No puedo dar crédito de que eso también haya sido obra del maligno y sin embargo lo ha sido...
A don Arturo le hizo mucha gracia aquel incidente y estalló en una ruidosa carcajada, la misma que con cierta resonancia se prolongó por breves instantes en todo el ámbito de su choza. Al fin y al cabo, era la única recompensa que recibía de sus deudoras por haberlas salvado. Ahora, la gente del lugar temía un sucubo, es decir que el diablo tomara forma de mujer, probablemente de una mujer hermosa como Rosario para sorprender a los jóvenes incautos que nunca faltaban y que terminaban prendándose de ellas. Pero eso al viejo curandero ya no le importaba.

La Casa Embrujada,un relato del distrito de Uchucmarca-Perú.


Autor: Ramiro Sánchez Navarro.

Atardecía el día, Demetrio Cusquipoma, cubierto por el sudor de la fatiga, trataba de salvar la empinada cuesta, llena de altibajos y pedregales. Iba arreando su burro, el cual cargaba con las dos abultadas alforjas y avanzaba con paso cansino a través de la áspera senda. Demetrio paseó la vista por la vasta zona montañosa y observó que el sol trasponía las lomas lejanas, proyectando su luz dorada y débil sobre las faldas de los cerros vecinos. Se encontraba caminando aquel largo y quebrado sendero casi todo el día y aún le faltaba dos días más de tedioso y agotador viaje para arribar a su destino. Entonces comenzó a sentir que las piernas le flaqueaban, agobiadas por el cansancio. Con gran esfuerzo logró dominar la altura. Allá lejos divisó una casa de aspecto triste y solitaria, con techumbre de paja y paredes de tapial. Era el mentado "Tambillo", del cual en más de una ocasión, escuchó hablar a los viajeros sin que éstos dejaran de hacer un gesto desagradable, de espanto y de zozobra a la vez. A pesar de todo, esbozó una amplia sonrisa, pensando en que pasaría la noche bajo aquel techo acogedor, que lo protegería de la intemperie.
¡Qué poca cosa le importó, que sobre esa casa se tejieran las más truculentas historias de fantasmas y aparecidos. Le preocupaba más el hecho de que sus mortificados huesos fueran a dar en algún mullido lecho de paja. Y de ese modo, de un tirón, disfrutar a pierna suelta de un sueño reparador!.
La noche, víspera de su viaje, su mujer, la Micaela Casahuamán, le había dicho a guisa de advertencia:
- Procuras madrugar en la mañana. El aguacero puede cogerte en el camino y entonces tu estarías sin poder encontrar un sitio donde guarecerte. El distrito de Leymebamba está bastante lejos; son 3 días bien jalados. Además yo no quisiera que te quedaras hospedado en esa casa que hay en Tambillo, pues me temo que pueda pasarte alguna desgracia. Allí, como tú muy bien lo sabes, han ocurrido muchas desgracias, desde que sus dueños murieron, asesinados a puñaladas, por unos abigeos. Dicen que esos señores, eran muy ricachones y que parte de su riqueza lo han dejando enterrado en un sitio ignorado, oculto, y desde entonces los fantasmas se apoderaron de esa riqueza. Se ha llevado la mayor y mejor parte el shapingo, que es muy aficionado a la plata.
- Eso quiere decir que la casa está embrujada? - preguntó Demetrio - con vivo interés.
- Así es! contestó Micaela con voz ceremoniosa y grave.
- A mi qué me va a pasar! -repuso Demetrio encarándose con la Micaela- soy hombre trejo, macho! Si de fantasma se trata, llevo la soga de cerda. Le rezo el padrenuestro y si eso no basta lo azoto con la misma soga, doblada en cruz. Verás que eso es un gran remedio para librarnos de los espíritus malignos. En todos los viajes que hasta la fecha he realizado nunca me ha faltado mi buen machete a la cintura y la soga de cerda. No te preocupes por mí, mujer. Verás que nada malo me ha de pasar -Le afirmó con gran aplomo, y sintiéndose muy seguro de si mismo.
Demetrio Cusquipoma llegó con la noche a la casa del Tambillo, que horas antes había divisado desde la altura. Con presteza, le quitó la carga al pardusco pollino y amarrándolo de la mano lo sujetó a un coposo y fornido saúco que se erguía en el patio. En un rincón de la tétrica habitación, caminando a tientas, pudo localizar un fogón. Tras colocar una porción de leña entre las tres humeadas piedras, que componían el tullparumi, encendió la lumbre.
¡Que extraño le resultó aquel desolado lugar! La noche había llegado cargado de negrura y de una densa neblina. A esas horas, reinaba un imponente y profundo silencio en torno a la casa. Aquel silencio era alterado de vez en cuando por el croar de las ranas, en el puquio de la quebrada cercana, de donde los pasajeros se proveían de agua. De cuando en cuando el viento también hacía acto de presencia, soplando con violencia inusitada. A su paso, los árboles de las laderas y hoyadas inclinaban sumisos sus follajes.
Demetrio desde ya se sintió sólo en el mundo. Nunca antes había viajado por aquellos lugares, como hoy, acompañado únicamente de un jumento. Un temor súbito le invadió el cuerpo. Era un temor un tanto vago hacia lo desconocido y motivado, además, por el hecho de saberse solo.
Alumbrado por la luz de la fogata, se encaminó hacia donde se encontraban las dos alforjas. Metiendo la mano en el fondo de una de ellas sacó un atado, envuelto en blanco mantel de tocuyo; era su fiambre, el cuál decidió calentarlo, temeroso de ser víctima de un violento y artero cólico, pues, arriba en la puna, agreste, desolada y gélida, donde nadie vendría a auxiliarlo, el peligro de muerte era una posibilidad real y descarnada.
Afuera el viento, impetuoso y ululante, soplaba y soplaba; en sus furiosos bramidos y gemidos parecía traer voces lejanas; mas, al filtrarse por el hueco de las viguillas azotaba el rostro trigueño y curtido del viajero, alborotando su negra y lacia cabellera; de la cual, un greñudo y rebelde mechón le caía sobre la angulosa frente.
Puesto en cuclillas, el cholo Demetrio alimentaba el fogón con leña chamiza al tiempo que centraba su atención en el interior de la olla, a la espera de que, ésta, rompiera en hervores para luego saborear su contenido y que consistía en una especie de locro hecho con el uchu de papas, el trigo granado y el guiso de cuy, de fiambre.
"Tenía razón la Micaela" -pensaba para si mismo - "pues nunca me he sentido tan solo como hoy. Debería haber atendido sus consejos, pero a naides le pesa antes sino después".

Llegaba a estas conclusiones pensando en sus infortunios. Pero, de inmediato, aceptaba su suerte con aires de resignación. Valiéndose de un cucharón de palo, procedió a llenar de comida su plato. Se aprestaba a dar el primer bocado, cuando súbitamente unas gruesas gotas de sangre tiñeron de rojo el caldo. Demetrio abrió los ojos en forma desorbitada. Con el rostro desencajado y la mirada desconcertada se puso a escrutar hacia lo alto, al terrado, tratando de localizar el sitio por donde habían caído aquellas gotas de sangre, pero por extraño que parezca, todo estaba en calma o al menos aparentaba estarlo.
Aparte de las misteriosas gotas de sangre, ninguna otra cosa denunciaba la presencia de alguien que, en actitud insolente, pretendía privarlo del derecho a saciar su hambre.
Demetrio botó la sopa. Lavó el plato y luego se dispuso a servirse de lo que aún quedaba en la olla de aluminio. Pero de nuevo otra desagradable sorpresa: una troncha de carne, cayendo estrepitosamente en la vasija de cocinar le vino a privar totalmente de la cena.
Por breves momentos el viajero se mantuvo estático, dubitativo. Sus mejillas se encendieron pálidamente y un sudor glacial recorrió por todo su cuerpo. El terrado se cimbró, como bajo el peso de unas poderosas pisadas, y las chacllas o varas de madera, de las que estaba hecho, crujieron igualmente con escándalo.
Una prolongada y sonora carcajada resonó en toda la casa, rasgando el manto del silencio. Demetrio se llenó de horror. Sus negros e hirsutos cabellos se erizaron. Su cuerpo se estremeció con un temblor involuntario, por su frente pálida y descompuesta afloró un sudor frío. Alzó la vista hacia el entretecho y trató de descubrir al impertinente, que le jugaba bromas así de pesadas y crueles.
Una voz grotesca y cavernaria, con tono sarcástico y amenazador se hizo oír:
- ¿Me caigo? ¿Me caeré? ¿La vida o la comida? - Se repetía alternadamente, una y otra vez.
Demetrio, furioso, con el alma herida y mellada por la inesperada privación de sus alimentos y ante la repentina aparición del fantasma, logró sobreponerse del miedo. Armándose de valor decidió enfrentarlo. Con paso resuelto salío puerta afuera en busca de la soga de cerda, la que sujetaba el cuello del redomado pollino hacia un sharpo o poste.
- ¡La vida menos la comida, desgraciado! ¡Mitcha! - vociferó Demetrio con infinita cólera, en el momento de ingresar al tétrico recinto. ¡Ahora cáete pues! ¿No dijiste que querías caerte? ¿Porqué no te caes? - Le espetó y sin pensarlo dos veces se ciñó el machete a la cintura, miró de nuevo hacia el terrado y gritó colérico:
- ¿Porqué no te caes, so carajo! ¡Mitcha! o quieres que te baje a la mala de allí?

Trémulo de ira, esgrimía en su diestra el acerado metal, cuya hoja relucía a la luz de la fogata; en la zurda portaba la soga de cerda. Un silencio sepulcral sirvió de intervalo. El viajero tras haber echado bastante leña al fogón, se quitó rápidamente el poncho granate oscuro y el maltratado saco de dril, con el objeto de adquirir mayor soltura y libertad de movimientos en la pelea. En seguida subió al terrado por la vieja escalera de maguey, cuyos peldaños protestaron ruidosamente al ser pisados por sus llanques.
De una esquina hizo su aparición un bulto, una negra sombra. Su figura semejaba a la de un oso. Era la bestia fantasma que habitaba aquella tenebrosa y misteriosa casa, y que, aprovechándose de la complicidad de las sombras, bajaba del terrado y se devoraba a los huéspedes.
La bestia gruñó y rugió haciendo un ruido de mil demonios. Se abalanzó de lleno al cuerpo de su atacante que con un ligero y felino movimiento, esquivó el brutal encuentro. Entonces la fiera pasó de largo, cayendo de bruces, con la pesadez propia de un fardo pero se incorporó casi de inmediato. Levantándose sobre sus miembros traseros, tendió sus brazos cerdudos, provistos de punzantes garras, con el propósito de colocarlo en el pecho de su adversario, pero éste, le hizo un quite, lo evitó en rápido como desesperado movimiento y de nuevo la bestia fue a estrellarse contra la pared.
Los contínuos movimientos de ambos contendores habían convertido el terrado en una suerte de hamaca, la cual se mecía violentamente, cayendo al piso ruidosamente montones de tierra apisonada.
Demetrio, tras varios intentos fallidos, logró lazarlos y luego lo amarró a una de las vigas. Entonces comenzó a darle de machetazos.
En ese apartado y desconocido rincón de la tierra; cuando a esas horas de la noche, todo el pueblo de Uchucmarca, era transportado a la región placentera del sueño; cuando la Micaela, pensando en su "compañero de toda la vida", como ella solía decir, quizás ya estaba dormida, abrigando una secreta esperanza de que a su ausente marido, nada malo le pasaría en el camino; contrariamente a estos buenos deseos, Demetrio libraba una gran batalla contra la bestia infernal.
El viajero, movido como por un resorte y poseído por la violencia homicida, arremetía con el puñal, una y otra vez, descargándolo implacable e inmisericorde sobre el cuerpo de la bestia fantasma. Su vida, por cierto, pendía de un frágil hilo. Y no queriendo ser una víctima más, se defendía repartiendo machetazos a diestra y siniestra. Después de incesante y duro batallar, al fin lograba clavarle en el pecho su filudo y cortante puñal. Del corazón de la bestia fantasma. Un chorro de viscoso y rojo líquido comenzó a correr a borbotones. El oso, herido de muerte, lanzó un alarido salvaje, mostrando sus agudos colmillos y arrojando sangre y espuma. La soga cedió, después de tanto tira y afloja. Entonces como un saco de piedras cayó al piso. Con la soga en la mano, Demetrio bajó tras la fiera. Cansado de tanto golpearla con el filo del puñal, arremetió de nuevo, propinándole esta vez una lluvia de latigazos con la soga de cerda, la cual había doblado en forma de cruz; ya que, en su creencia, era una arma eficaz, junto al Padrenuestro, para vencer a los malos espíritus, como el que dominaba al oso fantasma.
De un brusco jalón sacó el puñal teñido de sangre, y con el cual siguió haciéndole trizas, picadillo. Tal era su ciego furor, que no cesaba en asestarle golpe tras golpe. Una voz misteriosa y extraña creyó escuchar. Le pareció que provenía de su víctima, pero estaba muerta. Yacía a sus pies, descuartizada, en medio de un charco de sangre, coagulada:
- ¡Basta, basta! ¡Ya está bueno! ¡Ya no me pegues! - Era el clamor que, con gran acento de súplica, creía escuchar. Aquella masa de carne sanguinolenta, poco a poco se fue transformando en algo que semejaba un copo de algodón; pronto comenzó a flotar. Mas, antes de emprender viaje al infinito, de perderse en la oscuridad de la noche, le dirigió estas agradecidas palabras:
- Me voy para el cielo. Me has librado del pecado. Cuando acaeció mi muerte Dios no me quiso recibir en su gloria y echando una maldición sobre mí, me dijo: "Fuiste un pecador, un hombre avaro, a quien la plata corrompió el corazón. Andarás por la tierra penando en busca de tu salvación". Y añadió: Yo necesitaba de un hombre valiente, macho como tú para salvarme. Dios me envió en espíritu puro a la tierra y yo para hacer daño al prójimo tuve que encarnarme en un oso que sólo aparecía durante la noche. Ahora que me has salvado y antes de ir para el cielo, te dejo en recompensa mis talegas de plata. ¡Mañana, cuando amanezca las buscas cuidadosamente; en uno de los rincones del terrado las encontrarás enterradas".
Demetrio luego de haber batallado contra aquella criatura infernal sintió que la fatiga se apoderaba de todo su ser y fue hacia un rincón de la habitación, en donde se alzaba un montón de paja seca. Se hallaba cogiendo una brazada de aquella gramínea, para prepararse una cama, cuando de pronto sintió que sus manos tocaban una cosa blanda y caliente. Era el cadáver de un hombre que, horas antes de su llegada, había muerto asesinado por la bestia fantasma. A Demetrio se le quitaron las ganas de dormir y el resto de la noche, lo dedicó a cavar una fosa, no sin antes aplacar su hambre con los frutos del saúco, a los que engulló con la avidez propia de quien no ha comido en mucho tiempo. Después de enterrar cristianamente al difunto, y asimismo, tras haber encontrado las tres talegas de plata, sintióse de pronto dominado por un gran sopor y una invencible languidez. Con pesadez reclinó su cabeza sobre las talegas de plata, que le servían de almohada y luego se sumió en un sueño profundo sobre el mullido lecho de paja, del cual despertó al amanecer del día siguiente para proseguir el viaje.
VOCABULARIO REGIONAL
Cuy.- Conejillo de indias, animal doméstico rumiante.
Chacllas.- Varas, palos delgados del entretecho, o segunda planta en las casas serranas.
Chamizas.- Leñas delgadas obtenidas de las ramas de los árboles y arbustos secos.
Desgracias.- Desdichas, infortunios; término utilizado en la región como sinónimo de muertes.
Leymebamba.- Pueblo y distrito de la provincia de Chachapoyas, en el Departamento de Amazonas, Perú.
Llanques.- Ojotas, sandalias, hechas con cuero de res o llanta de carro que la gente de la Sierra utiliza para caminar.
Macho.- Valiente, audaz, temerario. Sinónimo de virilidad, masculinidad, hombría de bien.
Mitcha.- Mezquino, tacaño, miserable, egoísta.
Pegues.- De pegar, majar, golpear, castigar, penquear, cuerear.
Plata Blanca.- Monedas de plata metálica que en otros tiempos, tuvieron curso legal y forzoso; en el Perú las había de 9 y 5 décimos y demás denominaciones.
Ricachones.- Término un tanto despectivo con el que se designa a gente opulenta, adinerada pero inculta.
Saúco.- Arbol frondoso y de tallo fofo, propio de las zonas frígidas. Produce frutos que son comestibles. Son de color morado y se dan en racimos, como las uvas, a las que se parecen en su color.
Shapingo.- Diablo, espíritu del mal, maligno Lucifer, Belcebú.
Sharpo.- Poste, estaca.
Tambillo.- Tambo pequeño, posada, pascana, lugar de este nombre.
Terrado.- Entretecho de las casas serranas, que están tapizadas de tierra. Sinónimo de segundo piso, altozano, altillo.
Troncha.- Trozo o pedazo de carne.
Tullparumi.- Rústico y primitivo fogón de piedra.
Uchucmarca.- Pueblo y distrito de la provincia de Bolívar, en el Departamento y Región de La Libertad,República del Perú.
Nota: Este relato fue publicado por primera vez en la Revista Imágenes del Perú y del Mundo,correspondiente a los meses de agosto y setiembre de 1980.Director de esta revista era el periodista Luis Vega Garrido.