sábado, 5 de diciembre de 2009

El extraño amor de Rosario, un relato del distrito de Uchucmarca-Perú..


Autor:Ramiro Sánchez Navarro.
Recostado sobre su camastro se encontraba don Arturo Navarro Epiquén, cuando de pronto advirtió la figura de su comadre Candelaria, a través de las rendijas de la pared de quincha. Con paso menudo pero presuroso, la visitante se aproximaba a la cabaña. Un chal negro le cubría las espaldas.
Por un instante, don Arturo dejó de chacchar, de masticar su coca. El semblante entristecido, preocupado, de doña Candelaria le hizo pensar en que algún suceso malo le había acontecido. Momentos después, unos ligeros golpes a la puerta de maguey, acompañado de un "compadrito Arturo vengo a visitarlo", dieron motivo a que el curtido chacarero se pusiera en pie y se encaminara hacia la puerta para abrirla.
- ¡Pase usted, comadrita! ¡Qué milagro! Por fin se acordó en visitarme! A este sitio, oiga usted, casi nadie viene. Será tal vez porque se halla retirado y un poco oculto - dijo el dueño de la cabaña, tratando de explicar el porqué de su soledad, al tiempo que le señalaba un rústico banquito de madera.
- Siéntese, comadrita!
- ¡Gracias, compadrito! hace tiempo quería visitarle, pero una cosa y otra me absorbieron el tiempo - dijo a modo de disculpa y luego continuó: - Ahora he venido, compadrito, a que usted me haga un favor muy grande y especial.
- ¡Siempre que se pueda, aquí estoy para servirla!
La mujer miró en redondo y luego calló, como queriendo retractarse de su pedido. Aquella extraña actitud no pasó desapercibida para su interlocutor.
- ¿De qué se trata, comadrita? Cuénteme nomás. Téngame confianza!
- Se trata de mi sobrina Rosario...
- ¿Algo malo le sucede? Inquirió don Arturo con bastante inquietud.
- ¡Si, compadrito! A la pobre "Rosha" la noto pero muy, muy rara. En estos días le están ocurriendo cosas muy extrañas. Yo le aseguro que está fuera de lo común, de lo normal. Le contaré el caso: desde que mi marido se ausentó, dejándome sola, mi sobrina Rosario ha venido a la casa con el propósito de acompañarme. Los primeros días lo hemos pasado muy bien. Cuando por algún motivo salía a la calle, ella se quedaba en la casa. Y cuando retornaba, me esperaba con la comida lista, preparada. Pero, ahora, ocurre todo al revés, ella ya no para en la casa. Un poquito que me descuide, ella se escabulle. Se desaparece por completo para mis afanes. Entonces tengo que ir a buscarla por todas partes. Para colmo de males, ninguna persona da razón de su paradero. Ni siquiera sus padres!. Después que me canso de buscarla, ella aparece de un de repente. Ayer, de casualidad, estaba yéndome al río y de pronto la vi sentada al pie de una mata de cañas de azúcar. Estaba con su chal y sombrero puesto. No pude contener mi alegría. La comencé a llamar desde la cerca de mi chacra: "¿Rosario qué haces ahí? ¿Porqué no vienes a la casa?" ¿Y sabe usted lo que hizo? Se levantó de prisa, de donde se hallaba y corriendo se fue por entre los cañaverales con dirección al río.
"Ay Taitito! ¡Ay amito! - exclamé - Hoy si que esta mujer se ahoga! Como pude salvé la cerca y apretando la carrera, traté de alcanzarla. Pero todo fue en vano. Cuando llegué a la orilla del río, me quedé estática. Con gran desesperación vi que la pobre Rosario se alejaba de mi vista cada vez más y más, arrastrada por la corriente. Después de estar allí un largo rato, dí una media vuelta y me dirigí a la casa con el corazón hecho pedazos. No le miento, compadrito, si le digo que el río estaba muy crecido. Ahora ha bajado ya un poco, pero para mi sorpresa, cuando llegué a la casa, ella me aguardaba en la sala. Se ocupaba en tejer una chompa. "Hija mía, le dije, no te puedes imaginar del tremendo susto que he pasado y todo por tu culpa ¡Creí que te habías ahogado! Ella sólo atinó a sonreirme. Pero eso no es todo, compadrito ¡Viera usted, por la noches, cuando duerme, habla y ríe, como si estuviera conversando con alguien. Hoy, en la mañana, cuando me levanté de la cama, me dí con otra gran sorpresa. Sobre la mesa había varios collares y sortijas. También ramos de flores. Le juro compadrito, que todas estas cosas me causan mucha extrañeza. Porque, en primer lugar, por estos sitios tan olvidados resulta prácticamente imposible conseguir esas joyas. A veces pienso que todo es obra del diablo o de la brujería. Le he preguntado con mucha insistencia sobre la forma en que los ha conseguido; pero no contesta ni media palabra. Hay días, asimismo, en que a ella la veo muy deprimida, con el rostro pálido, sin ganas de hacer nada. Tampoco prueba alimentos. No sé francamente lo que le está pasando a esta pobre mujer! ¡Ojalá pueda ayudarla y ayudarme!.
Por las ajadas mejillas de doña Candelaria algunas lágrimas furtivas se fueron escapando. Don Arturo se puso de pie para consolar a la atribulada señora. Con un raído pañuelo, chocolate oscuro, le fue secando las lágrimas.
- ¡Comadrita, por favor tranquilícese! No llore más. Usted sabe muy bien que nada se saca ni se gana con llorar. Yo le ayudaré a salir de este problema. Pero antes quiero que me escuche. Don Arturo, luego de propinarle algunas palmaditas sobre el hombro fue a sentarse sobre el borde de su camastro.
- Créame, comadrita, que le he escuchado con suma atención. Ahora le puedo asegurar que el mal de la pobre "Roshita" tiene mucho que ver con el pacto que su padre ha hecho con el diablo. Ella, en estos momentos, está siendo acosada por el maligno, que pretende hacerla su mujer. Y todo esto por culpa de don Bonifacio, quien en su loca ambición por volverse rico de la noche a la mañana, no ha vacilado en entregar a su hija al diablo. Es decir a su compadre, que hoy es ¡Usted, mejor que cualquiera, sabe que su hermano Bonifacio, a raíz del largo pleito que tuvo por cuestión de tierras, ha perdido gran parte de su fortuna. Y desde entonces, su preocupación permanente ha sido ver la forma cómo recobrarla.
Doña Candelaria, dando crédito a las palabras de su compadre, recordó ella misma haber visto a su hermano Bonifacio leyendo libros de magia. Después de todo, era verdad que no solamente se había leído todas las magias existentes, sino que, una noche, mientras su mujer e hijos dormían, él había salido hacia un paraje solitario, premunido de un gato negro y de una gallina de idéntico color. Luego de colocarse en medio del círculo, trazado de antemano, comenzó a invocar el nombre del espíritu del mal. Las buenas y malas lenguas, que nunca faltan, contaban el secreto a voces. Se decía que don "Bonete" como algunos lo llamaban burlonamente, había conseguido compactarse con el diablo. También se decía que poco le había faltado al compactado, aquella noche, para orinarse de miedo en el pantalón. Pues el diablo, para probar su valor, había acudido a su llamado haciéndose chancho, león, gallo, toro, etc. En tanto que el ruido estridente, ocasionado por el espíritu del averno, parecía ocasionar el temblor de la tierra bajo sus plantas. De tal forma, don Bonifacio, en la hora de la dura prueba creyó escuchar el rugir de un puma hambriento y dispuesto a acometerlo, el bramido de un toro bravo, el cantar de un gallo agorero.
Igualmente la gente comentaba que don Bonifacio y el shapingo, al cual llamábanlo Chipilín, habían suscrito un documento, el cual no era otro, que un pergamino hecho con cuero de oveja y redactado con la sangre de ambos, diz que para darle mayor solemnidad al compromiso contraído por ambas partes. Lo acontecido a don Bonifacio, inicialmente sólo fue un rumor, el cual con el transcurso de los días, se acrecentó, propagándose en todo el valle de Púsac, cual reguero de pólvora. La gente comentaba muy a menudo que don Bonifacio había solicitado para él y su familia una vida larga y venturosa, así como la recuperación de su fortuna para seguir siendo el hombre más respetable de la zona. Pero el diablo Chipilin en sus pretensiones tampoco se había quedado atrás. En gesto de reciprocidad, le había pedido, a su vez, a su hija Rosario, para convertirla en su mujer. Se aseguraba que el diablo era muy exigente en sus gustos y pretensiones. Pedía siempre lo que más quería su socio. En este caso, don Bonifacio quería más a su hija Rosario. Era la hija más mimada. En todo Púsac se la consideraba la mujer más bonita y requerida.
Doña Candelaria, bastante reconfortada por la promesa de su compadre, abandonó la cabaña, encaminándose directamente a su casa. Iba advertida por su compadre de no hacer comentario alguno sobre el mal de su sobrina Rosario. Ella estaba muy segura que su compadre Arturo iba a ser la salvación de su sobrina, aunque no tenía la menor idea de lo que podría hacer para curarla del mal, que a todas luces era un mal extraño, por tratarse de un incubo, en donde el demonio había tomado la apariencia de un varón y actuaba como enamorado de la bella pusajina. Ahora, la tarea de don Arturo consistía en alejar al maldito de la vida de Rosario.

A la mañana siguiente, en horas de la tarde, cuando la noche se hallaba próxima a desplegar su manto oscuro, don Arturo abandonaba su cabaña, armado de una vieja escopeta, que la portaba terciada a la espalda. En la faltriquera de su saco de dril se cuidaba mucho de meter una talega de coca y un porito calero.
Tras caminar por espacio de varios minutos, se situaba frente a la casa de doña Candelaria. Recostado sobre una roca de la agrietada ladera, sembrada de cactus y pates, don Arturo se pasaba horas enteras espiando a la casa de su comadre. Las desigualdades del terreno y un espeso matorral le servían de biombo para ocultar su corpulenta figura de cualquier transeúnte.
Llevaba varios días, hasta muy entrada la noche, montando guardia, sin conseguir oír ni ver nada extraño. Mientras tanto la situación de Rosario seguía de mal en peor. Doña Candelaria comenzaba a perder la confianza que había depositado en su compadre. El mismo comenzó a poner en duda su afirmación de que Rosario estaba siendo acosada por el diablo, y se inclinaba ya por creer que el mal de la casamentera Rosaria era cosa de brujería. Sin embargo, en su fuero íntimo persistía aún la idea del diablo. También estaba persuadido de que en algún momento iba a sorprender al maligno con las manos en la masa, como se decía cuando a alguien se le encontraba en flagrante delito. El viejo y curtido chacarero retornaba a su bohío envuelto entre las sombras de la noche. En el corredor de su choza, su perro Herodes, de negra pelambrera y brillantes ojos, color carbón, le aguardaba; cuidaba como de costumbre el aposento.
Por enésima vez don Arturo salió al lugar desde donde acostumbraba columbar a la casa de doña Candelaria. De no haber sido por el rumor cantarino de las aguas del Púsac; que cual plateada culebra recorría el caluroso y anchuroso valle, habría reinado un completo silencio. El ruido infernal, ocasionado por los grillos, había cesado dos horas antes. Un viento helado comenzó a soplar. Y por entre los cerros lontanos, el disco plateado de la luna fue apareciendo lentamente. Un rato después, el astro nocturno, remontando alturas, parecía bogar bajo un cielo insondable cuajado de rutilantes estrellas. Nubes blanquecinas, cual copos de algodón, reflejaban la luz pálida y argentada de la luna, por el sector de Falsatranca y Chíbul.
Don Arturo sintió que sus párpados se caían por el sueño que, poco a poco, lo iba doblegando. Miró al cielo y cayó en la cuenta que la noche se hallaba muy entrada.
- Será mejor que me vaya a dormir - pensó.
Apoyándose en la culata del arma, que había tenido entre las piernas, recostada a uno de sus muslos, hizo ademán de incorporarse. De súbito escuchó el ruido de la tranca de madera, por la cual se ingresaba hacia el patio, donde se erguía solitaria la casa de su comadre Candelaria.
Era ésta una casa muy bonita, de varios compartimientos y con techo de tejas.
El experimento labrador que en tiempos idos gozó de fama, por haber sido un buen curandero, volvió a sentarse. Haciendo caso omiso del sueño, centró su mirada en la tranca. Con asombro vió que un hombre alto y de porte distinguido hacía su ingreso al patio de la casa solariega; vestía un saco azul oscuro, un pantalón "beige". Calzaba botas negras de montar a caballo. Se cubría la cabeza con un casco cónico, bastante pronunciado, que reflejaba el brillo de la luz lunar. Don Arturo Navarro advirtió, igualmente, que una cola larga y paichoza, es decir espesa, le salía de las posaderas, como también un par de cuernos quedaban al descubierto del casco. No cabía la menor duda que se trataba del mismísimo diablo Chipilín, quien se presentaba a esas horas de la noche para perturbar la tranquilidad de Rosario!.
Tratando de hacer el menor ruido posible, Chipilín se fue acercando hasta la ventana de una de las habitaciones, en donde, precisamente, doña Calendaria y Rosario compartían una mullida cama, la misma que tenía a manera de colchón, lanudos cueros de oveja. El intruso metía y sacaba la mano por aquella ventana. Luego corría presuroso a esconderse tras la esquina de la citada casona. Un buen rato estuvo en esta actitud que a don Arturo le pareció el juego de las escondidas.
Luego de observarlo detenidamente, creyó llegado el momento de ajustarle cuentas. De una descolorida cartuchera extrajo tres balas, en las que trazó sendas cruces. Luego, una a una las fue colocando en la recámara de la vieja escopeta.
Ahora verás ¡diablo maldito! que con estas balas en cruz no tienes escapatoria -masculló, en tono amenazante. Al tiempo que le fue apuntando y colocando en la mira. El silbido de la bala rasgó el silencio nocturno. Ante el repentino estampido, Chipilin se ocultó tras la casa por breves momentos. Luego reanudó su juego, como si nada hubiera ocurrido. Don Arturo hizo un nuevo disparo. Al apretar el gatillo, la noche fue de nuevo iluminada fugazmente. El diablo, sintiéndose impactado por la segunda bala, avanzó a duras penas, cojeando, hasta un corpulento zapote, del cual se abrazó con desesperación para no caer. Un tercer disparo le hizo perder el equilibrio y la fuerza para seguir manteniéndose en pie. Una rama se desgajó con el peso de su corpuleta figura. Y caía de bruces, en forma aparatosa, a las aguas de un riachuelo, el cual discurría a pocos metros de la casa, y muy cerca de un zapote. Los ruidos intermitentes, causados por los disparos, dio lugar a que se suscitara un gran alboroto en todo el vecindario. Alarmados por las detonaciones, la gente, presurosa, había salido al corredor de sus casas para indagar sobre lo ocurrido, y que a ellos les pareció insólito y raro. Por toda respuesta, sólo lograron escuchar el galope incesante de una mula, estimulada por los latigazos que le propinaba su jinete sobre las ancas y que le hacían gemir y relinchar de dolor.
- ¡El diablo se aleja derrotado - Exclamó don Arturo dándose maña para escapar a su cabaña, sin ser descubierto por los vecinos, quienes se esforzaban vanamente por conocer lo que realmente había ocurrido.
Tres días después doña Calendaria acudió a la casa de su compadre para darle las gracias. Como por arte de magia, Rosario había vuelto a la normalidad.
- De hoy en adelante, el diablo no se atreverá a molestar a la "Roshita". Sin embargo, comadrita, es muy recomendable que ella ya se case. De esa manera el diablo se alejará por completo de su vida.
Doña Calendaria, atendiendo las recomendaciones de su compadre, al poco tiempo la hizo casar. Sin embargo, se comentaba en todo el pueblo de Púsac que el diablo Chipilín, antes de renunciar completamente a sus pretensiones, decidió cometer una venganza contra el flamante marido de Rosario. Y ¿en qué consistió la consabida venganza? La gente juraba y rejuraba haber oído o en cambio haber sido testiga presencial del grave incidente, suscitado durante el matrimonio de Rosario, pues su flamante marido se había miccionado en su propio pantalón, cuando abandonaba la iglesia en compañía ya de su esposa, con quien caminaban cogidos del brazo y rodeados de una numerosa concurrencia. Momentos antes, el cura les había declarado marido y mujer para toda la vida; lo cual, se decía, había motivado la cólera del diablo. Don Arturo con una mezcla de sorna y lamento, exclamaba:
¡Que diablo pa' jodido! ¡Pobre hombre! No puedo dar crédito de que eso también haya sido obra del maligno y sin embargo lo ha sido...
A don Arturo le hizo mucha gracia aquel incidente y estalló en una ruidosa carcajada, la misma que con cierta resonancia se prolongó por breves instantes en todo el ámbito de su choza. Al fin y al cabo, era la única recompensa que recibía de sus deudoras por haberlas salvado. Ahora, la gente del lugar temía un sucubo, es decir que el diablo tomara forma de mujer, probablemente de una mujer hermosa como Rosario para sorprender a los jóvenes incautos que nunca faltaban y que terminaban prendándose de ellas. Pero eso al viejo curandero ya no le importaba.

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