sábado, 30 de enero de 2010

Harás un viaje largo,un relato de la vida real.


Autor:Ramiro Sánchez Navarro
A eso de las dos de la mañana, en que casi toda la población limeña se entregaba al placentero descanso, don Tefo me comenzó a llamar por mi nombre. Su voz, grave y severa, trasuntaba un gran resentimiento y enojo hacía mi.Me encontraba dominado por el sueño a causa del cansancio y la fatiga del rudo trabajo de aquel día. Por este motivo, sus intermitentes llamadas, profiriendo mi nombre, con gran amargura y desazón, me parecieron poco audibles, como si fueran voces lejanas, traídas hacía mi camastro por algún viento misterioso. Aquellas llamadas, que las consideraba impertinentes, comenzaron a martillar mi cerebro de rato en rato; inicialmente no les presté la atención e importancia debidas; de a pocos subían de tono y al fin lograron despertarme del todo. Un repentino temor se fue apoderando de mi, cuando en aquellos momentos recordé lo que su cuñada Felicita, esposa de su hermano Gilberto, me había dicho una semana antes: “no te confíes mucho del Tefo. Qué rato te va a botar de sus casa. El tiene esa costumbre. A su hermana Alejandrina lo ha botado y a otras personas también"... "No creo que me bote”, le argüía y añadía:- “me llevo bien con él y con su señora”, a lo que ella me replicaba: “bueno, yo te digo nomás que vayas buscando tu cuarto”. Ya te acordarás de lo que te estoy diciendo...”
Don Tefo seguía insistentemente mascullando mi nombre, poniéndome en grandes aprietos. Después de largas vacilaciones me decidí a contestarle.
- Si, don Tefo, ¿me llama? – vanamente me esforzaba en aparentar serenidad y calma, mi voz delataba el temor que de pronto me había cogido.
- Si, si te estoy llamando desde hace rato y tu no querías hacerme caso. Te llamo para decirte que mañana vas a hacer un viaje largo.
- ¿Viaje largo?- exclamé desconcertado y añadí:- ¿a dónde piensa enviarme? Porque yo no he pensado viajar todavía. No tengo dinero para regresarme a Uchucmarca.
- Mañana quiero que te largues de mi casa. No deseo verte más por aquí. Ese es el viaje largo que harás...- me respondió con la voz áspera y tajante. No supe qué contestarle. Pero al fin, recobrando un poco la calma, me animé a decirle:
- Ya, está bien. Mañana haré ese viaje largo. Por ahora lo único que le pido es que me deje dormir.
Entonces cesó de llamarme y todo a mi contorno quedó en silencio por largo rato. Esta desagradable noticia, cual baldazo de agua fría, me había cogido de improviso y, por el resto de la noche, me quitó las ganas de seguir soñando. Aunque aparentaba dormir, lo cierto era que estaba pensando, todo el tiempo, en una loca y desenfrenada obsesión sobre la forma en que llegaría a resolver mi problema de vivienda y de trabajo. ¿Adónde ir? Mi situación era muy crítica aquel 1977, año crucial, que marcó mi existencia de paria. Aquel año llegué a Lima en busca de mejores horizontes, acariciando la idea de un buen trabajo que me permitiera vivir con cierto decoro y pudiera al fin realizar mis sueños de ser todo un profesional. Pero, vaya qué decepción! Desde el momento mismo en que arribé “a la ciudad de mi adorado sueño”, como rezan las letras de la canción “El Provinciano”, la situación se me presentaba peliaguda y muy complicada. Sólo conseguía trabajos esporádicos en el pintado de casas, cuyas paredes les pasaba una mano y otra de pintura. Pintor de brocha gorda, de brocha grande, como decíamos; o como ayudante en construcción civil, en donde mi labor era preparar la “mezcla” de arena, cemento y agua para unir los ladrillos, con las que se formaban las paredes, que levantaban los maestros albañiles; armar columnas con las varillas de fierro, adquiridas en alguna ferretería; abrir zanjas para cimientos a golpe de pico y barreta, y después, todo sudorosos, ir botando a los costados de aquellas aberturas la tierra removida, con la ayuda de una palana, hasta que las mismas formaban largos montículos.
Me obsesionaba la idea de no saber adónde ir. Sin dinero en el bolsillo era obvio que no era posible alquilarme un cuarto. Meditaba sobre este asunto cuando aquella noche, testiga de mi peripecia, fue profanada en su silencio por la voz inquisidora de doña Lucrecia:
- Y ¿porqué ya pues lo botas de la casa?. ¿Qué mal te ha hecho? – le inquirió a su esposo, poniendo en clara evidencia su preocupación y pesar. Advertí que ella no estaba de acuerdo con él para que yo me fuera de su casa, arrojado como un ser despreciable ,como un perro zarrapastroso.
- Se ha portado mal. Me ha hecho quedar mal en el trabajo – exclamó secamente.
De nuevo el silencio se apoderó de la sala- comedor donde me pasaba las noches, la cual se hallaba artificialmente dividida con triplays, aislando el dormitorio del dueño, en cuya cama mullida, se pasaba meditando, cuando no encontraba trabajo como maestro en construcción civil. Por ser chamba esporádica y ocasional, las más de las veces, lo mantenía en zozobras económicas y doña Lucrecia se las ingeniaba de mil maneras para preparar el desayuno y el almuerzo, puesto que la cena ya casi no la conocíamos. Pues nos contentábamos con tomar un caldo de pescado y unos cuantos camotes cocidos con cáscara y todo.
Desde el día en que me alojé en su casa, pasé a ocupar todas las noches un ángulo de su sala, en cuyo piso de cemento tendía de largo a largo un polvoriento colchón de paja, que había puesto a mi disposición; sobre él quedaban tendidos mis huesos y todo mi torturado cuerpo. A la mañana siguiente, como si se tratara de un acto ritual, yo procedía a levantarlo cuidadosamente para recostarlo a la pared, previamente doblaba las dos frazadas, las cuales junto a la pequeña almohada, quedaban superpuestas ,reposando sobre una silla de madera. A corta distancia, los dueños de casa pasaban la noche, ocultos tras las paredes de triplay y de la floreada cortina de tela que tapaba la puerta del dormitorio.
Don Telésforo, a quien en términos amicales, como queda visto, le decíamos “don Tefo”, era un mestizo aindiado, de unos 50 años aproximadamente. De contextura delgada y estatura mediana, era parco en el hablar. Su mirada dura y recelosa hablaba ya de por si de la vida llena de dificultades y estrecheces económicas que llevaba a causa de los trabajos esporádicos en la construcción civil. Sólo una vez pude verlo en mi pueblo natal,Uchucmarca, cuando llegó de visita y se encontraba alojado en casa de su hermana Felipa, nuestra vecina.
Por aquel entonces, era yo apenas un niño, que no pensaba en viajes a la capital de la república y mucho menos en pedir favores a nadie. Me había tendido una mano cuando llegué a la ciudad de mi adorado sueño, pero al poco tiempo ya me estaba enviando de nuevo a la calle. Recordé, a propósito, como había llegado a Lima, en donde los parientes de mi madre se negaban a acogerme por sus casas, pues en cada provinciano pobre que llegaba a la capital en pos de la superación personal, ellos solamente alcanzaban a ver a un menesteroso más, que venía a quitarles la tranquilidad y “hacerles gasto” y los parientes de mi difunto padre tampoco se quedaban atrás. No se animaban a darme una posada, por idénticos motivos.
Cierta noche, cansado de dormir en la banca de algún parque o dentro de algún carro destartalado y abandonado a su suerte, en algún garaje del centro de Lima, quise darle un poco de comodidad a mi maltratado cuerpo, yendo a pernoctar en la casa de una tía solterona, a donde había llegado de visita, cuando apenas hube arribado a la gran urbe. Le toqué el timbre y su voz se dejó oír desde el interior de su sala, con el consabido “quién es”. Le respondí que era yo, su sobrino. Le di mi nombre y el motivo de mi visita. Me contestó desde adentro, que si quería dormir cómodamente, para eso no estaban disponibles los mullidos sillones de su sala – comedor, sino el hotel Sheraton, que allí cerca, a escasas cuadras se alzaba imponente, exhibiendo su moderna construcción, de muchos pisos. No me abrió su puerta y yo pasé una noche más a la intemperie. Fue así como intentando alojarme en la casa de un paisano y pariente de mi pueblo fui a dar en la casa de don Tefo, quién siempre se mostraba animoso cuando evocábamos a la “santa tierra”. Algunas tardes, cuando él regresaba a su casa después de realizar alguna visita a sus amistades, que eran mayormente sus colegas albañiles, adonde iba casi siempre en busca de chamba, me hablaba de su vida en Uchucmarca y de lo feliz que había sido allí, durante su niñez y juventud. Una de aquellas tardes, cuando el sol veraniego se iba ocultando de nuestras miradas, recibió la repentina visita de “Don Luis”, un contratista de obras, de aspecto bonachón y campechano, a quien trataba con todas las cortesías del caso, propias de un cortesano.
Don Tefo, lleno de curiosidad, le preguntó de cómo le iba con los “contratos”. Este le respondió que acababa de “sacar una nueva” por las Torres de Limatambo.
- Lo que es yo y Candelario – le dijo refiriéndose a mi – andamos sin trabajo ya por una semana.
- No hay problema. Les daré trabajo desde mañana lunes si lo desean. Tengo varios cuartos para tarrajear.
Aliviados suspiramos los dos. Al fin volvíamos a tener trabajo. Doña Lucrecia, una menuda y prieta mujer, cuya cabellera mostraba algunas hebras de plata, también se puso contenta y en el día indicado para laborar, se levantó muy de madrugada a preparar el desayuno, casi siempre una taza de té y dos panes con camote frito por persona.
Tras el frugal desayuno, desde nuestro punto de partida, ubicado en el cono norte, en el populoso distrito limeño de Comas, abordábamos un microbús que en una hora y pico nos transportaba hasta nuestro destino, las Torres de Limatambo. A las 7:30 de la mañana, cuando el astro del día comenzaba a desparramar sus luces amarillentas sobre la ciudad, que se iba despertando, dábamos comienzo al trabajo cotidiano. Las paredes interiores, construidas con ladrillos y afirmadas con aquella mezcla, de arena, cemento y agua, servían asimismo para embadurnarlas y encalarlas.
Tres maestros albañiles, provistos de garlopas y varillas de madera, se encargaban de alisar las paredes, en las que habían impregnado montones de argamasa de cemento y arena, las cuales previamente las mojaban rociando agua y en las que se habían hecho pequeños huecos a golpe de cincel, con el propósito de que la mezcla se impregnara a ella y luego, poco a poco irla extendiendo por el resto de la rugosa superficie con la ayuda de las garlopas de madera, de las espátulas de metal y las varillas de madera. Estas últimas que no solamente servían para contener la masa, si no para medir el grosor de la capa que se iría aplicando. Solamente yo, en calidad de ayudante, estaba encargado de proveerles de la susodicha mezcla, debiendo para ello, primero prepararla, valiéndome de un pico y una palana, para luego irla echando a una lata, de aquellas que se utilizan para guardar y transportar manteca o aceite; la echaba al hombro, totalmente llena y peldaño a peldaño iba subiendo las gradas de cemento, hasta el tercer piso, donde la depositaba en una larga batea de madera, de la que la tomaban para seguir embadurnando la pared. Proveer de dicha sustancia a los tres duchos albañiles, entre quienes se hallaba don Tefo, era para mi una tarea particularmente dura, que al final de la jornada, me dejaba agotado. La mezcla la acababan en un santiamén. Era ya para mi algo característico oír aquello de “mezcla, mezcla”, “rápido, rápido”.
Me pedían con cierta insolencia y majadería, sin tomar en cuenta lo duro y difícil que era abastecerlos. En tales circunstancias, más cómodo y fácil resultaba el tarrajeo que la preparación y acarreo de la mezcla. Lo ideal, siempre lo ideal, hubiera sido que uno de ellos me ayudara en mi penosa tarea. Mas, lo curioso del caso era que me tocaba realizar el trabajo más duro y difícil y a cambio recibía el jornal más bajo. El cuarto día de labor, cuando llegó la hora del almuerzo, automáticamente dejamos nuestras herramientas y cada quién recibió su ración de manos de la pensionista, quien nos traía el almuerzo ya preparado desde su domicilio. Al concluir, nos dispersábamos a descansar en algún lugar de aquel edificio, que parecía un esqueleto. En la última siesta ,me había quedado dormido. El maestro contratista, que supervisaba el trabajo, no me encontró realizando la tarea encomendada. Se puso a buscarme, y al cabo de unos instantes, me encontró dormitando. Apenas dio conmigo, me lanzó una reprimenda de padre y señor mío, acompañada de una mentada de madre:
- Así que aquí estás durmiendo todavía so concha e tu madre. Yo no te pago para que duermas ¡carajo! Rápido a trabajar! – me ordenó.
Bajé al patio del primer piso mal humorado y dolido por el maltrato. Allí comencé a preparar la mezcla. Don Luis, que bajó tras de mi, volvió a mentarme la madre y a recriminarme. Entonces indignado le respondí:
- Usted no tiene ningún derecho a insultarme. No soy su esclavo. Así que hasta aquí ha sido la buena y la mala con usted. Quiero que de una vez me pague mi trabajo. No estoy dispuesto a soportar sus insultos.
- No te atajo, no te retengo. Si tu quieres te vas!. Pero ahorita no tengo plata para pagarte. Los pagos son quincenales y toca pagar este viernes. Estamos todavía en el día miércoles.
- Entonces lo que usted me adeuda le da a don Tefo, porque yo ya no pienso venir por acá.
- Así se hará...
El maestro contratista se esforzaba por preparar la mezcla. Con la ayuda de la manguera, conectada a un caño de aquella construcción, rociaba el agua sobre el montón de arena y cemento y luego, haciendo huecos en él, con el pico y la palana, lo iba empapando todo en el líquido elemento. Contrariado por este enojoso incidente, y sin dinero en los bolsillos, subí al tercer piso para solicitarle mi pasaje de regreso a don Tefo, quién estaba al corriente de lo que me había sucedido. Me alcanzó justo el valor de un pasaje, sin hacer comentarios. Abordé el microbús, de regreso a su casa, aunque no propiamente a ella, sino a la Av. Túpac Amaru, de donde debía caminar 13 cuadras hacia arriba, como quien uno va yendo al cerro. Arribé a la casa de don Tefo a eso de las cuatro de la tarde. El sol estaba aún sobre aquel cerro. Encontré a doña Lucrecia en su patio externo, echando agua al suelo para asentar el polvo, que se levantaba al paso de algún vehículo.
- Han salido temprano!... y ¿dónde se ha quedado el Tefo? – me dijo a manera de saludo, llena de curiosidad e interés, sin esperar que yo le saludara primero.
- Se ha quedado todavía...
- Seguro, se han peleado. Algo ha ocurrido que te has venido antes de la hora de salida.
- No he peleado con nadie. Lo que pasa es que me siento mal. Me duele la cabeza y por ratos siento escalofríos, pero ya me está pasando- le contesté, distorsionando la verdad para aplacarla ante sus fundadas sospechas. Noté que no le hacían mayores efectos mis palabras. Por lo visto, doña Lucrecia seguía suponiendo que entre su esposo y yo se había suscitado un pleito en el trabajo. Me di cuenta que empezaba a indisponerse conmigo, lo cual me producía cierta incomodidad. En tales casos ya no debería entrar en su sala. Me quedé afuera y busqué una piedra, la cual hallé y en la que me senté para descansar. Mientras cavilaba, lamentando mi infortunio, la música de la casa contigua, subida de tono, irradiaba alegres y pegajosas cumbias colombianas, las cuales invitaban a bailar, disipando nubes de tristeza y amargura. De pronto, en la puerta de madera, de dos hojas, apareció don Valerio, hermano de padre de don Tefo. Al verme sólo y abandonado a mi suerte, me preguntó:
- Qué haces ahí solitario y al parecer triste. Ven a bailar, a divertirte, hombre.- Accediendo a su gentil invitación ingresé a su sala donde encontré a don Gilberto, otro de sus hermanos, pero de madre, así como a los invitados, libando cerveza animadamente. El dueño de casa me condujo directamente a su comedor, en donde la cocinera, una joven casadera y para mayores señas, sobrina suya, me sirvió ricos potajes, como son caldo de gallina, huevos y cancha, bistec con arroz, postre y gaseosa.
Saciado mi hambre les di las gracias al dueño y a la empleada de la cocina, luego fui a engrosar el círculo de los bebedores, quienes tenían delante de si una caja de cerveza, cuyas botellas, de una en una iban pasando de mano en mano acompañadas del vaso de cristal, hasta quedar vacías para luego coger otra y otra, hasta que las doce botellas de la caja quedaban vacías y abandonadas bajo las sillas o en los rincones de la sala.
Por tratarse del cumpleaños del dueño de casa, los invitados comenzaron a llegar a partir de las cinco de la tarde. A eso de las 6, en que el manto nocturno empezaba a cubrir a la gran urbe, don Tefo, se hizo igualmente presente. Fue invitado a pasar a la sala. No cabía la menor duda que nuestro anfitrión se sentía doblemente feliz, primero porque estaba festejando su cumpleaños, y segundo porque, él y su hermano Gilberto, se habían desplumado al pollón de la hípica. Habían ganado nada menos que 11 millones de soles, que en 1977 era muchísimo dinero, dando un gran vuelco a sus vidas, marcadas por las privaciones y miserias, convirtiéndolos en hombres prósperos, notables. Apenas me vio, don Tefo me puso mala cara y para remate tomó asiento en una silla, de tal modo que quedamos frente a frente y cara a cara. No faltaba ser adivino para saber que estaba muy disgustado conmigo. Al instante me quitaron las ganas de seguir conversando con los demás invitados y contertulios; entonces opté por retirarme. Me fui derecho a su sala, a tenderme la cama, donde me acosté a los pocos momentos. Me sentía contrariado y perplejo, porque no podía entender cómo este pariente y coterráneo mío le daba toda la razón a quien ciertamente nos había dado trabajo, lo cual no justificaba sus malos tratos. Me había mentado la madre, me había maltratado de palabra, no obstante haberme roto los lomos preparando la mezcla, cuando en cuya tarea no me daba abasto y por lo tanto, se requería de un ayudante más. Don Tefo era testigo de ello; pero había llegado a la triste conclusión que pudieron más sus intereses y su amistad con el contratista antes que la solidaridad conmigo. Seguro que para él yo debía ser un pobre diablo, sin dignidad ni cosa por el estilo y por lo tanto, sin derecho a reclamar nada. Le importaba un bledo mi existencia perruna y gatuna.
En consecuencia, no me hice acreedor a una llamada de atención, sino a un castigo mayor, que consistía en echarme de su casa y a quedarse con todo mi jornal. A tales razonamientos había llegado y un sentimiento de impotencia y de amargura se fue apoderando de todo mi ser.

Como mi suerte estaba echada, y no había vuelta que darle, apenas rayó el nuevo día, me puse de pie. Por última vez doblé el par de frazadas, y sobre ellas, una vez más puse la pequeña almohada, muda testiga de mis aflicciones; levanté el polvoriento colchón, arrimándolo a la pared con cuidado.
Mis escasas pertenencias, consistentes en una mudana o cambio de ropa, una toalla y un par de zapatillas; los metí a un costalillo, el cual eché a la espalda y dando las gracias a don Tefo y a su señora, abandoné aquella casa, de una sola planta, con ventanas de vidrio, que daban a la calle polvorienta.
Afuera, las arterias principales aún se mostraban desiertas. Sin mirar atrás aligeré el paso. Poco a poco me fue tragando aquella intrincada e inmensa selva de fierro y cemento, donde albergaba la esperanza de encontrar algún trabajo.
Nota.- Uchucmarca es un distrito de la provincia de Bolívar,Departamento de La Libertad,Perú.

domingo, 10 de enero de 2010

Curanderismo y Brujeria en Uchucmarca - Perú.


Autores: Ramiro Sánchez Navarro y Francisco Mestanza Navarro.
Curanderismo
En otros tiempos en que no había postas médicas o sanitarias en Uchucmarca,provincia de Bolívar, Departamento de La Libertad,Perú, incluso hoy en día, en que ya existen algunos profesionales de la salud, en la categoría de técnicos, el curanderismo sigue siendo la práctica más usual.
La gran mayoría de nuestra gente posee conocimientos sobre las propiedades medicinales o curativas de nuestra región. Hemos tenido igualmente buenos médicos o curanderos, entre los que podemos citar a Don Francisco González Pino, padre del Maestro Maximiliano González Navarro. También a Doña Isabel Llaja Aguilar, muy conocedora de las propiedades medicinales de las plantas y doña Patricia Chibani Llaja, hija de un “gentil” y madre del desaparecido coterráneo Don Maximiliano Huillca Chibani. Es necesario aclarar que las personas citadas no eran brujos y, por consiguiente, no utilizaban sus dotes mágicas en el tratamiento de los enfermos. Sin embargo, también había unos pocos brujos.

Así como ellos, Uchucmarca ha tenido y tiene buenos curanderos, con cuyos dones o sabiduría, se han curado múltiples enfermedades, aliviando de paso los males de mucha gente. Han sido ellos por ejemplo quienes nos han transmitido sus conocimientos médicos para liberarnos de males terribles como la “disipela” (erisipela), “el purún”, que son enfermedades propias del ande y que causan la destrucción de la piel llegando al extremo de destruir hasta el propio hueso, como en efecto lo hace el purún.

Son muchas las enfermedades que en base a yerbas y plantas medicinales se pueden curar. Por otro lado, conviene decir que en nuestro medio existen algunas categorías en cuanto al conocimiento de esta labor. Así tenemos que, al quien adivina el daño de algún prójimo y por el que viene sufriendo, puede asimismo curarle de dicha enfermedad o en su defecto, está en condiciones de poder determinar si la enfermedad del paciente es susceptible de ser curado o no, con los procedimientos que él emplea. Aparte de este curandero adivino, tenemos al curandero que cura enfermedades ocasionadas por brujería, o también el curandero que efectúa "llamados", es decir, que invoca el nombre, repetidas veces, de la persona que padece de susto, debido según se cree, a que su alma se ha quedado en algún lugar, concretamente donde fue el escenario de algún incidente o accidente desagradable como puede ser una caída del caballo o del burro, un tropezón o una rodada por alguna pendientes; haber sido asustado por un toro bravo o una culebra, zorro, puma, etc. Asimismo, cuando dichos sustos son atribuidos a espíritus malignos como el duende, el guacrayo, el shapingo o las almas del más allá o de la otra vida o purgatorio, etc, según la creencia.
Los procedimientos usados para curar algunas enfermedades son las siguientes:

La limpia o sobada con alumbre
Para diagnosticar el susto. También utilizan el cuy, de color blanco o negro, sin ninguna pinta o mancha.

La llamada al ánima del enfermo
Cuando éste padece de susto o quedada.
Para curar este tipo de enfermedades y otras, se utiliza mayormente yerbas en emplastos, como él "sueldo con sueldo, en lisiaduras y torceduras; el eucalipto, para resfríos; la hierba del susto, cola de caballo, mishquichillca, llantén, pie de perro, uña de gato, culén, toronjil, manzanilla, valeriana, etc.

El curandero tiene un gran conocimiento del estado sicosomático del paciente, que con solo mirarle los ojos ya sabe de qué padece. También hace diagnósticos tocando el pulso.

Brujería
En otros tiempos ya lejanos, en Uchucmarca habían muchos brujos y brujas. Algunos de ellos se cuenta que tenían pacto con el demonio o shapingo. Se dice, por ejemplo, que los "gentiles" o sea la gente nativa anterior a la conquista hispana, eran todos brujos, quienes para llegar hasta sus casas-cueva, que estaba en la parte alta de los cerros, se tenían que convertir en buitres.

Mayormente estos brujos se dedicaban a causar daño a la gente, llegando incluso hasta ocasionarles la muerte, con los "bocados” (veneno) que les daban en las comidas.

Hay evidencias que de estas costumbres, muchas de ellas, en la actualidad se las viene practicando y sirven, como se anota, para ocasionar daño al prójimo, por causas o motivos que muchas veces carecen de razón e importancia.

Una de estas costumbres maléficas, es por ejemplo, aquella que es conocida como "La tumshada", y se llama así porque en la región yunga crece un árbol llamado "Tumsho", que posee espinas en su tallo y cuyas características semejan a un hombre gigante, con el estómago demasiado abultado. La mayor prominencia se registra a mitad del tallo, y es allí donde los brujos cavan un hueco profundo y luego introducen alguna prenda, o una porción de tierra en 1a cual haya quedado el rastro de la persona que va a ser brujeada o dañada. A esto se llama "recoger el rastro".

El acto de "brujear", es decir de causar daño a una persona, va acompañado de ritos ceremoniales, en donde se invoca repetidas veces el nombre de la víctima al tiempo que es maldecido y condenado por el brujo. Entonces se dice que la supuesta víctima -a nosotros no nos consta- en un determinado tiempo muere a causa del excesivo abultamiento de su estómago. Es decir se vuelve “panzón”.
También practican el maleficio utilizando huairuro para que el individuo pierda la visión, a lo cual se le llama "reventada de ojos". La operación se efectúa colocando una sartén en el fogón, conteniendo aceite y allí se dejan caer dos huairuros, “hembra” y “macho”. Entonces, a medida que los huairuros rojinegros se van tostando en el aceite o manteca (wira), el que oficia de brujo, premunido de una aguja, los va pinchando al tiempo que pronuncia el nombre de su víctima o de los sospechosos de algún robo. Se dice que si uno de los huairuros revientan al ser pinchados, luego de proferir algún nombre, con seguridad ése es el autor del latrocinio, quien en el acto se le reventará un ojo o los dos.

En Uchucmarca, la brujería es mal vista y se comenta o se habla mal de quien se supone la práctica. En los años de 1940(1943?) en Uchucmarca murió descuartizada una mujer de edad avanzada, conocida como la "bruja Merejilda", según tuvimos referencias. De ella se decían muchas cosas como por ejemplo que era una "bruja ladronaza", que acostumbraba robar papas, ocas, etc en las chacras, durante las noches o al amanecer o que también, convirtiéndose en puma, zorra o cuerva, se robaba las ovejas o simplemente las mataba, degollándolas. Terminó sus días descuartizada. Sin duda se cometió con ella un horrendo crimen.

Supersticiones
Como se sabe son creencias que muchas veces carecen de una base racional y lógica pero que son practicadas por el común de las personas. Generalmente están relacionadas con la suerte futura de las personas, ya que determinados hechos o sucesos, por insignificantes que estos sean son interpretados por el vulgo como una medida o señal de alerta ante cualquier peligro o situación embarazosa.

Son muchas estas supersticiones en nuestro pueblo de Uchucmarca, siendo las más comunes las siguientes:
Si en las mañanas te levantas con el pie izquierdo te irá mal durante el día, y sucederá lo contrario, si te levantas con el pie derecho.
Si te tropiezas en el camino con el pie izquierdo, mejor regrésate, porque té podría ir mal; lo contrario sucederá si te tropiezas con el pie derecho.
Si en tu camino te cruzan un zorro o un zorrillo, también hay posibilidad que te vaya mal.
Si la luz del sol, por las tardes, se pone color amarillo, seguro que la venada ha parido.
Cuando el chancho baila y las gallinas se ponen quietas, pico con pico, como si estuvieran “conversando”, es señal de que ya viene la tempestad.
Si en algún momento oyes “cantar” o “hablar”, chisporrotear a la candela, es señal de que alguien te visite o que estén hablando tu mal.
Cuando el gallo canta después de las cinco de la tarde y antes de la una de la mañana, es evidente que el demonio deambula por el pueblo.
Si los gatos pelean ferozmente sobre el techo de tu casa o pasan por delante de ti peleando, es señal de que algún pariente o amigo morirá dentro de poco.
Si alguien te barre los pies con la escoba corres el riesgo de quedarte soltero.
Si en la quichua la lechuza (talacua) canta cerca de tu casa o choza es señal de mal “agüero”, alguien de los tuyos puede morir.
Si los perros aúllan al unísono durante la noche es porque están viendo pasar a las almas del otro mundo o a los shapingos.
Si la mosca entra a tu habitación con su lúgubre zumbido, es de mal augurio. Alguien puede morir.
Si en la noche ves, a lo lejos, arder una fogata, es porque allí hay un tesoro enterrado.
Si durante la noche ves una luz que anda o camina por tu chacra o chacra ajena es porque el alma de algún prójimo está recogiendo sus pasos.
( Fuente: Tomado de la Obra:Monografía del Distrito de Uchucmarca)
Este distrito de Uchucmarca corresponde a la provincia de Bolivar,Departamento de La Libertad,Perú.

sábado, 9 de enero de 2010

El Mandón, una historia de la vida real.




Autor: Ramiro Sánchez Navarro.
Todas las tardes, cuando el sol trasponía los cerros que circundaban el pueblo de Uchucmarca, mi buena madre nos ordenaba a mi y a mi hermano mayor, de nombre Jaime Amado, a atrapar a las ariscas aves de corral para subirlas al gallinero, construido en el alar de la cocina-comedor. La última tarde estuve de muy mala suerte. Por más que me esforcé en correr tras ellas para cogerlas, ninguna cayó en mis manos. Mi hermano y mi madre, sin mayores esfuerzos, las iban cogiendo y colocando en el palo, que a modo de escalera, las conducía a su nido. Disgustada por mi ineptitud para realizar este tipo de tareas, ella me ordenó:
- Como no has podido coger las gallinas y subirlas a su gallinero, mañana mismo y bien temprano, te vas a traer las papas de donde tu tío Antolín. Y pobre de ti que no te fueras, porque te mandaré a palos.-al cabo de algunos momentos acotó:-tu tío Antolín nos ha vendido una melga, en Cascapuy.
- Mañana me iré pues-Le contesté, plenamente consciente de que para algo debería ser bueno.
A la mañana siguiente, muy de madrugada, me puse en camino. El sol aún no se mostraba tras el cerro Cashurco. Con la alforja al hombro, y a paso ligero, me fui desplazando por el áspero sendero, el cual siempre ascendente , conducía a todo viandante, primero al valle de Chibane y después a la pequeña meseta de Cascapuy, donde la casa de este pariente, con sus paredes de tapial y su techo de paja, se erigía ciclópea hacia el cielo. Lo circundaba un gran cerco de piedras y champas. Arribé a mi destino con un sol muy brillante que poco a poco se iba alzando en el firmamento. Tras un magro desayuno de papas con cáscara y caldo de huevos, que me sirvió tía Alicia, me encaminé a la chacra de papas, que colindaba con su casona. Allí, junto a un grupo de 15 personas, me puse a cosechar los tubérculos. Noté la presencia de gente forastera, procedente de un antiguo pueblo, llamado La Jalca, del colindante departamento de Amazonas. Se distinguían de los demás, tanto los hombres como las mujeres, por amarrarse la cabeza con largas pañoletas azulinas y por sus trajes colorados, que parecían estar uniformados. Se distinguían igualmente por usar solpes, especie de redes, con los que aseguraban los equipajes, que cargaban sobre sus resistentes espaldas. Si bien el desayuno había sido frugal, en cambio el almuerzo prometía ser opíparo. Un grupo de mujeres encabezadas por la anfitriona de la casa, se encontraban ya preparando los suculentos potajes: caldo de huevos, sabrosas papas cocidas con cáscara en un gran perol; mazamorra elaborada con harina de trigo, fresca leche de vaca, azúcar, clavo y canela; chicharrones de chancho con mote. Las horas habían pasado rápidamente. Cuando el sol había llegado a su cenit, mi tía Alicia apareció en el patio y a voz en cuello nos pidió, a mi y a las personas que me acompañaban, que fuéramos a comer.
Dejando de lado las Pushanas, suerte de picotas de palo, con las que cosechábamos las papas, nos encaminamos a la casa anfitriona. En el patio había alrededor de 15 personas sentadas frente a frente, sobre rústicos asientos, teniendo de por medio montones de papas y mote cocidos, colocados sobre blancos manteles, extendidos sobre costales y estos a su vez sobre la mesa de tierra.

Los comensales le aplicaban buen diente a los chicharrones, a las papas y al mote. Yo y las tres personas -dos hombres y una mujer-, fuimos invitados por la hermana de mi madre a su cocina. Allí estaba Segundo, el nuevo sirviente, matando su hambre. Me senté sobre un banquito de madera, poniendo a un costado mi alforja viajera. En lo mejor del almuerzo, cuando me había llevado al estómago algunos bocados de papas y mote, ingresó de improviso el dueño de la casa y al toque nos ordenó ,a mi y a Segundo, para irnos pronto al fondo del valle, con el encargo de pasar hacia la otra orilla del río Chibane a un potro arisco. Contra mi voluntad y lamentando mi mala suerte, me puse de pie. Lo propio hizo Segundo. Ambos comenzamos a recorrer el sinuoso caminejo, que se precipitaba ladera abajo hacia el río, que culebreaba por el fondo de la cañada con sus aguas cristalinas y espumosas. Mientras caminábamos un sentimiento de indignación y amargura se había ido adueñando de nosotros por la autoritaria y abusiva conducta de este pariente por afinidad, ya que nos estaba privando del almuerzo. Aunque su conducta no me extrañaba, pues muchacho que llegaba por su casa, aún cuando fuera acompañado de sus padres, rara vez podía escapar de sus arbitrariedades, propias de mandón incorregible. No obstante haberse casado con una joven mujer, 12 años menor, atractiva y de buen porte, que bien podía haberle dado un buen número de hijos, clamorosamente no los tenía a causa de su infertilidad, que a no dudarlo era genético y a la vez hereditario. Su hermano Víctor, tampoco los había podido procrear con su mujer, quien concibió una hija, gracias al favor que le hizo uno de sus cuñados, esposo de una de sus hermanas.

Duro, muy duro era ganarse el pan cotidiano para cualquier niño pobre, que llegaba por su casa, en busca de amparo y sustento. Comenzaba allí uno a ganarse la vida realizando un sin número de tareas, de tal forma que no podía mantenerse un solo momento ocioso, bajo el dicho de que “muchacho acomedido come de lo escondido”. Por lo general, cuando nos invitaba a almorzar, nos pedía súbitamente que saliéramos un momento a percatarnos de que su manada de ovejas, o de chanchos, no estuvieran causando perjuicio en sus chacras de papas.Su fundado temor casi siempre lo asaltaba en el momento del almuerzo. A esa hora los redomados y dañinos animales estaban, en efecto, en los cultivos de papas despachándose a sus regalados gustos. Sacarlos era toda una odisea. Apenas sentían nuestra presencia echaban a correr de un lado para otro de las sementeras, estropeando todo y cuando al fin y al cabo eran expulsados a punta de palizas o pedradas, quedaba la tediosa tarea de levantar las cercas y los portillos. Mas, aquí no terminaba el drama. De vuelta a la cocina – comedor, nos dábamos con la ingrata sorpresa de no encontrar aquel almuerzo, casi siempre de papas sancochadas y caldillo de huevos, que aplacaban muy bien el hambre.

Nos habíamos dado prisa en bajar por la fragosa ladera hacia el fondo del valle, donde a la otra orilla del Chibane ciertamente estaba aguardándonos el equino, que nos miraba de hito en hito, tras morder las hierbas del suelo. Mientras vadeábamos aquel río de aguas transparentes, pensé que no sería difícil pasarlo.¡Qué equivocado estaba! Ya en la margen opuesta nos dispusimos a acorralarlo. Segundo, interponiéndose en su posible escapatoria hacia el camino de subida; y yo, del sendero que iba de bajada. El brioso potro se disparó cuesta arriba, con dirección a la laguna de Michimal. Y cuando al cabo de unos minutos de correr tras el cuadrúpedo lográbamos darle alcance, cortándole la viada por los atajos, comenzaba entonces a galopar en sentido contrario.
Largo rato estuvimos corriendo tras el chúcaro que parecía burlarse de nosotros, pues resoplando fuertemente, de pronto comenzó a zurrarse, saturando el ambiente con un olor a estiércol. El constante trajinar cada vez nos agotaba las energías y un perlado sudor iba aflorando por nuestros rostros, curtidos por el sol quemante y el aire seco de la puna. El solípedo animal también se fue cansando; cada vez corría menos. En nosotros alentaba ya la esperanza de que, una vez agotado, lo podríamos pasar al otro lado del río. Súbitamente escuchamos la voz del mandón, que vibrante penetraba en nuestros oídos profanando aquellos silencios campestres_
-¡Pedazo de inútiles que no pueden pasar ese caballo! ¡pásenlo rápido! ¡Carajo!- Nos gritaba una y otra vez.
Era ya de esperar los improperios del mandón. El tiempo había transcurrido raudamente, más allá de lo previsto. Al escuchar sus airados reclamos nos paramos un momento. Simultáneamente echamos un vistazo ladera arriba. Logramos ubicarlo subido sobre una gran piedra, cuyo nombre en quechua era precisamente Hatunrumi o “piedra grande”, que por esos milagros y caprichos de la naturaleza había quedado sembrada al comienzo de aquella ladera. Sobre la gran mole, cual estatua viviente, el mandamás permaneció un buen lapso. Cuando al cabo de un rato al fin logramos pasarlo a la otra orilla, el mandón abandonó aquel mirador pétreo y se borró de nuestras vistas.
Ya libres de este compromiso, que era como haberse quitado un peso de encima, empezamos a escalar la fragosa ladera, con descansos de trecho en trecho, que nos servían asimismo para tomar aliento. Al cabo de un rato arribamos a la casa del amo. Traspusimos la tranca de madera, que daba acceso a sus dominios. Advertí que todos los visitantes ya no estaban en el espacioso patio, que ahora presentaba un aspecto tristón y solitario. Se hallaba alli mi tía Alicia tejiendo un poncho. El largo tejido, granate oscuro, estaba asegurado de uno de sus extremos, a una fornida planta de Saúco, cuyo tronco mostraba las huellas visibles de la soga. Del extremo opuesto, lo sostenía la tejedora con una gruesa guashaparina que, como un ancho cinturón, ceñía su cintura y sostenía todo el tejido, gracias al travesaño de madera al cual se ataban sus extremos. Seguimos avanzado; yo detrás de Segundo. En la creencia de que íbamos a ser premiados por el mandón, quien, en mi ingenuidad, pensaba que nos daría por lo menos las gracias, hacía de que nos pusiéramos contentos. En efecto, como si tal cosa se propusiera, el mandón nos aguardaba casi al final de la senda, que daba al patio casero. Un mal presentimiento me asaltó cuando noté que bajo el poncho que le cubría las espaldas y la cintura, le colgaba el látigo cogido con sus dos manos puestas hacia atrás. Avanzamos un poco más, lo cual me permitió ver con claridad que trataba de ocultar el rebenque, hecho con cuero de res; especie de soga trenzada y que remataba en largos flecos. Intuí que, como recompensa, íbamos a recibir una buena tunda. Me precaví ante esta potencial amenaza retrazándome un poco más que mi acompañante.
-Vengan, vengan hijos para darles su merecido. Aquí les tengo sus premios........
Segundo aceleró la marcha sintiendo una súbita alegría. Sin mediar palabra, cuando lo tuvo a su alcance, lo cogió violentamente de los cabellos y lo tiró al suelo y sobre su cuerpo yaciente le puso la pesada bota de jebe, cayéndole al instante una lluvia de latigazos. Mi torturado acompañante parecía un epiléptico. Se contorsionaba en el suelo, gritando a voz en cuello: “Ay taitito, ya no me pegue.”
-Esto te doy para que aprendas a no demorarte nunca más, ¡so carajo!.- Y los chicotazos le seguían cayendo inmisericordes unos tras otros.
A una prudencial distancia me había quedado plantado viendo la dramática escena, sintiéndome impotente de poder ayudarlo en su desgracia. Cuando el Mandón se cansó de castigarlo, volvió su iracunda miraba hacia mi al tiempo que me gritaba:- “ahora te toca a ti, ¡desgraciado!. Hoy es cuando chupas (recibes castigo)de mis manos. Salvaré las cenizas de tu padre”.
Blandiendo el chicote corrió hacía mi, pero no me pudo coger, porque de inmediato apreté la carrera con dirección a la tranca giratoria. Me di cuenta que no podía atraparme debido al cansancio, a sus pesadas botas de jebe y a la poca costumbre de correr. Un buen rato me estuvo correteando alrededor de la cerca.
De trecho en trecho me paraba, entonces el amo, con espíritu triunfal, cobraba muchos bríos, esforzándose por correr más de prisa, dejándome oír una vez más su eslogans “ahora salvaré el alma de tu padre”.
Ahora que lo recuerdo, el autor de mis días, convencido de su mal incurable y de su fin, que se acercaba, le había pedido a este tío encargarse del cuidado de nosotros, sus hijos; es decir de mi, que por aquel entonces, mi edad no pasaba de los ocho años; la de mi hermano mayor, de 10 y de mi hermana menor, de seis.
La muerte, liberadora de tanto sufrimiento humanos, al fin decidió llevárselo. Pues mi pobre padre acabó con su vida de tanto arrojar sangre por la boca y la nariz. Algunas veces, aquellos coágulos de sangre me tocaba enterrar en el huerto, del pie de la casa, valiéndome de un cuchillo y transportándolo en una bacinica.
Desde entonces el mandón se convirtió en una especie de amo y señor de nuestras tiernas existencias. Costumbre era ya ,cuando en algún tramo del camino nos alcanzaba, o nosotros a él. Nos desmontaba del burro, que nos cargaba a mi y a mi hermano Jaime Amado, para luego cabalgarlo él, muy cómodamente. Otras veces nos obligaba a servirle como arrieros, mayormente cuando se trataba del acarreo de papas y otros tubérculos, desde sus chacras arriba en la puna hasta su casa pueblerina.
Con el tiempo le fuimos cogiendo fobia. Apenas lo divisábamos en algún lugar del camino, acelerábamos la marcha para alejarnos lo más que podíamos de él; o de lo contrario, buscábamos escondernos, de tal manera que no lograra descubrirnos.
En esta última vez, cuando se propuso “salvar las cenizas y el alma de mi padre”; andaba por los doce años de edad y no estaba dispuesto a que este mandón siguiera abusando de mi.
Por eso, cuando me perseguía chicote en mano para también dizque “bautizarme”, decidí enrumbar mis pasos por aquella senda sinuosa que me conducía a mi casa. En mi precipitada huida no tuve tiempo de abrir su tranca, para ponerme a salvo en el camino real, entonces traspuse ágilmente la pirca, la pared de piedras que circulaba sus dominios. Cuando había caminado un par de cuadras me acordé de mi alforja, andariega como yo, y de pronto me cogió una repentina tristeza, ya que ella formaba parte de mi perruna existencia. La imaginé abandonada en algún rincón de la cocina, aguardando ser rescatada por mi. Entonces presuroso desanduve el trayecto y a los pocos instantes pasé cerca de él, que aún se encontraba en la tranca, probablemente esperando mi regreso o quizás únicamente observando mi partida, que guardaba cierta semejanza con una precipitada fuga. Advertí que ganas no le faltaban para tomarme del cuello, o de los pelos, para aplicarme el consabido castigo, pero entre los dos se interponía la tranca y la cerca. A paso ligero avancé por el caminejo que bordeaba el cerco. Luego ingresé a su querencia. Intentó darme el encuentro, pero se contuvo al ver que me encaminaba hacia él. Y como había ocurrido en otras circunstancias, con otros niños objetos de su enojo, que terminaban rindiéndose y pidiéndole perdón, pensó seguramente que yo igualmente le iba a pedir clemencia y de paso aceptar resignadamente el castigo. Según su creencia, era indispensable que me castigara, ya que así mi difunto progenitor salvaría su alma pecadora, que por lo visto, lo suponía en el infierno o en el purgatorio. Poco a poco me fui acercando hacía él y cuando imaginó tenerme ya casi al alcance de sus manos súbitamente eché a correr lo más que pude para tomarle ventaja y con dirección a su cocina – comedor. De nuevo escuché sus imprecaciones y el ruido de sus botas tras de mi, gritando a voz en cuello que era un “maldito”, que nunca tendría el perdón de Dios y que me iba a pudrir en el purgatorio. En atropellada carrera ingresé a la semi oscura cocina, que para mi representaba una trampa segura. Sobre el banquito de madera, que me había servido de asiento, encontré la alforja tal como lo había dejado, al momento de ir al río Chibane; al toque la cogí y cuando me disponía a salir, el mandón en frenética carrera, intentó atraparme en la puerta, en la que tanto yo temía, pero perdió el control y por poco casi cae de bruces. Tuvo que apoyarse con la diestra en el marco de aquella puerta, de una sola hoja, para no sufrir una caída aparatosa.
- Agárralo ahí, Alicia! Dale con la callua.- Le pedía a gritos a su esposa, al momento en que pasé agazapado bajo la urdimbre de su tejido, para luego enrumbar a mi casa. jadeante y sudoroso, pero agitando amenazadoramente su rebenque, corrió detrás de mí. Convencido de su fracaso, se quedó observándome desde aquella tranca testiga de mi peripecia. Entre tanto me fui alejando cada vez más, hasta ocultarme de su vista. Caminaba lamentando mi mala suerte y con la alforja vacía, colgando de mi mano derecha. Arribé hora y media después al hogar de mi dulce ensoñación, donde mi madre me aguardaba con la idea de que llegaría portando las consabidas papas. La encontré sentada en la puerta de la cocina-comedor, ocupada en hilar, en una rueca, un guango o copo de lana. Calladamente escuchó mis quejas e imprecaciones contra el mandón. Desde entonces me hice la promesa de no volver a pisar su casa, de ingratísimo recuerdo para mi. Empero aquella noche, mientras dormía, me vi comiendo aquellas papas que no las pude traer en mi alforja.
Fotos:
dos de los personajes de esta historia.Mi hermano mayor,ya abuelo, con dos de sus hijas y uno de sus nietos y el autor de mis dias en 1961, cuando trataba de curarse del mal que lo aquejaba,posa en el hospital Dos de Mayo de Lima.
Dibujo.- que pinta el momento en que el madón castiga a mi acompañante.El dibujante olvidó ponerle botas de jebe,tal como fue en la realidad.
Uchucmarca es un distrito de la Provincia de Bolivar,Departamento de La Libertad.Perú.

martes, 5 de enero de 2010

Julio, Acaparador y Visionario, un relato de la vida real.


Autor: Ramiro Sánchez Navarro.

-¿Quién manda aquí? ¿Tú o yo? – inquirió Julio en forma tajante, cuando de improviso apareció en la sala con un libro en la mano izquierda.
- Me sorprende tu pregunta, Julio. Naturalmente en tu casa mandas tú.
Eso está claro. No sé francamente porqué me haces esa pregunta. ¿Acaso he faltado el respeto... de tu domicilio?
-César no puede comer. El médico ha dicho que él no puede comer en la noche. Y aquí se tiene que acatar lo que ha recetado.
La verdad que yo no sabía hasta ese momento de esta prohibición.
César era un niño de apenas 6 años de edad, bastante inquieto y juicioso. Siempre que llegaba a la casa de Julio, con las primeras sombras de noche y tras la brega cotidiana, como pintor de brocha gorda, el chiquillo aparecía en la cocina con su carita triste y con muchos deseos de comer. Entonces, yo le daba una moneda de a sol para que fuera a comprar el pan de cada día en la panadería de la esquina, donde cada unidad costaba 10 céntimos. Cuando retornaba con la compra, dábamos buena cuenta de ellos, en la pequeña cocina – comedor, donde Rosenda, su tía, oficiaba de cocinera. Tomábamos té o café y comíamos los panes con mucha devoción.
De sobra sabía que César era entenado de Julio. Era fruto de un primer compromiso de su madre. Y como siempre suele ocurrir con los niños sin padre, que son mal vistos y mal tratados por el padrastro, César no era la excepción de la regla.
Tomando en cuenta este detalle, y mostrándome ante Julio reacio en admitir de que algún galeno, por prescripción médica, lo hubiera prohibido comer, me sentí indignado y retomé el hilo de la discusión:
-Mira Julio, ya te dije que en esta tu casa mandas tú, pero lo que tú no puedes mandar es en estómago ajeno. César no está enfermo y además tiene hambre. Tú no puedes impedir que él coma.
Rosenda, la cuñada de Julio, algunas veces, cuando me servía la cena, daba de comer igualmente a su sobrino, prácticamente a escondidas del amo de la casa, que casi siempre le tocaba trabajar en turno rotativo, en la mañana, en la tarde o en la noche,en el comité de microbuses, donde administraba al personal de servicio.
-Vamos, vamos. Tu no puedes estar más en esta casa. Vete, vete, no quiero verte más. Agarra tus cosas y lárgate.- Uniendo la palabra a la acción Julio sacó la pequeña maleta y la caja de cartón, que estaban ocultas bajo el catre de fierro, con todas mis pertenencias. Estas consistían en una mudada de ropa, que los tenia en la maleta y algunos enseres más en la caja de cartón.
Aquella última tarde, cuando llegué a su domicilio, simplemente no me había percatado de su presencia, pues se hallaba tendido sobre su cama, concentrado seguramente en la lectura del libro y escondido tras las cortinas del plástico celeste. Ellas, que ocultaban gran parte del catre de fierro, apenas dejaban ver sus patas cuando ingresábamos a la sala dormitorio.
Menuda sorpresa me causó su decisión, de echarme de su residencia, en la forma como lo hizo. Su actitud brutal había trocado mis sentimientos de gratitud hacia él. Era hijo del hermano mayor de mi madre, y allá en nuestro pueblo siempre me había guardado consideración de pariente. Algunas veces cuando nos encontrábamos en algún punto del camino de herradura, él solía hacer un alto para conversar conmigo y como era buen cazador de perdices y palomas, con tira jebe, en cieras ocasiones me regalaba algunas de sus presas. Lejos estaba de imaginar que en algún momento de mi vida de andante peregrino iba a requerir de sus servicios en la capital de la república.
Como todo provinciano que abandona su pueblo para irse a radicar en Lima, en busca del progreso y de la superación personal, yo también deseaba hacer realidad mi sueño. Lima era una promesa para cualquier provinciano sin medios económicos para efectuar estudios superiores en el interior del país. Quienes buscábamos la superación, mediante el estudio, nada mejor que Lima, donde se podía trabajar en el día y estudiar en la noche, bajo el clásico lema de que “quien trabaja y estudia, triunfa en la vida”.
A mi particularmente parecía sonreírme la suerte. Un tío mío, hermano de padre de la autora de mis días, que se había convertido en próspero empresario, me ofreció sus servicios para conseguirme un trabajo en la capital, cuando en cierta ocasión visitó la ciudad de Celendín, ubicado en el departamento norteño de Cajamarca: “mira sobrino, me dijo en esa ocasión, no te ofrezco en Lima mi casa para que vayas a vivir, porque siempre la familia me ha dado mal pago. En cambio, si te ofrezco conseguir un buen trabajo para que puedas estudiar y pagarte el cuarto”, a lo que yo respondí dándole las gracias. Este pariente, cuando me visitó en Celendín, se mostraba realmente indignado cuando recordaba a mis primos por el mal pago que le habían dado, precisamente el mayor, de nombre Juan,Julio y sus demás hermanos eran los mal pagadores. Uno de ellos, Juan, había empreñado a la cocinera de este buen tío, sabedor de ello y sintiéndose culpable y a la vez cobarde para encarar la situación, no le quedó otra alternativa que escapar de dicha casa.Desde entonces la huellas de Juan se borraron.
Cuando el niño nació, éste pariente debió correr con la manutención de la criatura y de su madre. De modo que ésta fue la recompensa que tío Reinerio recibió por haberlos acogido en su casa como un padre. Pese a las advertencias, que me hizo, pensé que una vez en Lima, él no podría cerrarme del todo las puertas de su domicilio, por lo menos podría tolerarme siquiera una semana, hasta conseguir un nuevo alojamiento. Mi tío poseía un corazón muy grande, que ya no le cabía en el pecho, y por eso estaba seguro que me acogería, aunque fuese provisionalmente.
Cuando al fin mi sueño de viajar a la capital se hizo realidad, y pude arribar a ella como ayudante de un camión platanero, me dirigí de inmediato a su casa. Pero cuál sería mi gran sorpresa. Lo encontré en su sala, donde me recibió alegremente, con los brazos abiertos, pero ya nada podía hacer por mi. Estaba como un zombi, tartamudeaba al hablar, como resultado de una operación al cerebro.Le habían colocado sondas. No podía pararse y mucho menos caminar. En tales circunstancias su esposa y sus hijos no existían para mi. Les preocupaba la enfermedad del jefe de familia, que en verdad era particularmente grave. Sin mucho dinero en el bolsillo, sólo me quedó buscar a otros parientes y así llegué a la casa de la hermana de mi padre, que me cobijó bajo su techo, pero carecía de una cama adicional a la suya para mi maltratado cuerpo. Por toda cama me dio una banca de madera donde me tendía con las piernas estiradas y haciendo malabares para no caer al suelo. No podía resignarme a esta suerte perra, dándole las gracias abandoné su casa y de nuevo fui adonde mi pariente enfermo, ahí supe que julio trabajaba en una compañía de microbuses, a muy pocas cuadras de su domicilio. Con el costalillo a la espalda partí en su busca. No me costó trabajo localizarlo a eso del mediodía; ya que por ser dirigente del sindicato era muy conocido. Me recibió también con los brazos abiertos, al tiempo que me decía; “Qué bien que hayas venido a Lima, aquí podrás hacer realidad tus sueños. Te ofrezco mi casa, aunque es alquilada, de todos modos no te faltará un rinconcito para que vivas por el tiempo que quieras”. No me quedó más que agradecerle de corazón por el favor. Me invitó a almorzar en el restaurante de la empresa y luego fuimos a su pequeña oficina, donde proseguimos la parla, que incidía con frecuencia sobre nuestras vivencias allá en la tierra que nos vio nacer. Cuando llegó la hora de salida, a eso de las cinco de la tarde, un carro de la empresa, encargada de llevar y recoger a los trabajadores, nos trasladó hasta su domicilio. Ante nosotros se alzaba una modesta vivienda de material noble, de dos plantas, situada al pie de la avenida Túpac Amaru, y con puerta a la calle.

Allí estaba la esposa de Julio, a quien dos años antes había conocido en Celendín, donde yo estudiaba la media, en la Gran Unidad Escolar "Coronel Juan Basilio Cortegana", y a donde ella fue con él en plan de turismo. Con ellos vivía su cuñada y César, que se mostraban muy amables conmigo desde el primer momento en que me vieron.

Rosenda, la joven casadera, se mostraba muy atenta conmigo. Tuve la impresión de haberle caído bien. Y al parecer, Cupido nos había flechado. Con seguridad, por su mente y la mía habían cruzado corrientes de simpatía, que propiciaban nuestra unión marital para formar un hogar como Dios manda. Después de todo, Julio no podía oponerse. Pues suponía que él vería con buenos ojos, que yo tomara por compañera a su cuñada. Aunque no le había declarado formalmente mi amor, ella intuía que en algún momento podría llegar aquella confesión sentimental.

Cuando Julio puso la caja de cartón con mis pocos enseres y la maleta, en la puerta de su casa, cerrándola tras de si con un fuerte golpe seco, el tiempo había transcurrido. Eran las 8:30 de la noche, la gran Lima se mostraba fantasmagórica. Miríadas de luces de neón la iluminaban, bajo su cielo cenizo, cubierto de niebla.

Este inesperado incidente, que me había puesto de patitas en la calle, me causó una gran desazón. Con mi carga al hombro me dirigí al paradero de la gran avenida Túpac Amaru, que conecta a los pueblos del cono norte limeño. Mientras la noche avanzaba y se ahondaba, yo me encontraba preso de una gran incertidumbre, no sabía qué rumbo tomar. Al fin decidí abordar un vehículo, que me dejaría cerca de la casa de tía Rosa, la mamá de Julio, quien vivía separada de su esposo, pero rodeada del resto de sus hijos, que eran alrededor de nueve y se ganaban la vida de cualquier forma; pero mayormente como albañiles, los tres hermanos adultos.

Cuando el vehículo se puso en marcha, una ola de arrepentimiento se apoderó de mi ser. Me pregunté: ¿ahora qué dirá mi tía Rosa, cuando me vea llegar a su casa a pedir posada?.- Una semana antes Julio me había llevado a visitar a su madre y hermanos. Desde entonces, ella y sus hijos sabían que me había alojado en casa de Julio, cuya relación a los ojos de ellos parecía impecable, sin alguna nube gris que amenazara con empañarla.

Venciendo mis escrúpulos, al cabo de media hora de haber abordado el microbús arribaba al lugar de mi nuevo destino. Bajé del carro con mi la maleta al hombro, porque con el apuro la caja la habia dejado abandonada en la puerta de Julio,que una vez que me marché lo metio de nuevo bajo el catre de fierro.Ahora yo caminaba con dificultad entre las sombras de la noche.Comencé a escalar la ladera, donde la modesta casa de tía Rosa parecía aferrarse, para no rodar por la pendiente.
Colocando mi carga en el suelo, me puse a tocar su puerta con el dorso de mi mano derecha convertida en puño. Toqué tres veces y al cabo escuché su voz inconfundible que preguntaba “quién es”; “soy yo ,tía; soy su sobrino Antolino ¿Quéee? ¿Ya no me reconoce?” Le respondí, sintiéndome corto y un poco acobardado. La luz de una bombilla eléctrica se encendió y pronto su puerta se abrió .- ¿Qué ya pué ha pasado que vienes a estas horas?.
-Julio me ha botado de su casa tan sólo porque le he invitado a comer a César.
-Bah, por eso nomás ya pues te ha botado ¿No será por otra cosa?.
-Verdad, tía, ha sido sólo por eso. Si quiere le puede preguntar a César y a su cuñada Rosenda, que no me dejarán mentir.
Esa noche y las siguientes me acosté sobre sus dos bancas, las que unía y encima de ellas colocaba un delgado colchón. Me cubría el cuerpo con tres frazadas abrigadoras.

Cuando Julio y su esposa visitaron la casa de su madre, un domingo, en horas de la mañana, encontraron que la atmósfera familiar se había enrarecido y enfriado. Muy disgustada por su conducta, su madre la había increpado. Pero Julio sin darle muchas vueltas al enojoso pleito le había dicho que yo, aprovechando su ausencia, me había dedicado a cortejar a su esposa. Que, aunque no recibió queja de ella, él se había dado cuenta, porque a sus ojos era visible. Me enteré de su versión a través de Segundo, uno de sus hermanos menores, coetáneo mío, una mañana mientras conversábamos en su patio sobre temas de religión. Segundo se había convertido en un fanático protestante y aseguraba que quien no abrazaba su secta estaba condenado al infierno.
-Dice mi hermano que él te ha botado de su casa porque has estado enamorando a su señora.- Al escuchar tamaña noticia de los labios de mi interlocutor, me llené de una mayúscula sorpresa. No recordaba haber hecho tal cosa, o será que estaba amnésico?
-Con seguridad Julio me ha calumniado, porque en ningún momento he cometido tal cosa, que según me hace saber y entender es muy malo, sobre todo cuando nos han brindado su amistad y confianza.
-Yo no sé si lo que él dice así de ti es verdad o mentira. En todo caso es un asunto entre ustedes. Aunque la mujer de Julio era una joven alta y agraciada, lo cierto era que no se me había ocurrido enamorarla, como él decía. En cambio, si recordaba haberle gastado algunas bromas a su cuñada, sin importarme la presencia de Julio, en la creencia de que no tomaría a mal. Ante mis ojos y para mis gustos, la cuñada gozaba de muy buenos atributos físicos y por lo tanto a sus 19 años era capaz de despertar pasiones encendidas en cualquier hombre.Su piel trigueña, sus facciones agradables y su buena talla la convertían en una hembra codiciable.

Algunas semanas después, concretamente a los dos meses de haber sido echado de su casa, supe que él se había separado de su esposa, Cecilia. El motivo de esta ruptura conyugal se debía al estado de gestación en que se hallaba Rosenda, por obra y gracia de su cuñado Julio, quien aprovechando de que su mujer iba a trabajar, quedando el cuidado de la casa a cargo de su cuñada. Entonces Julio, que también se quedaba toda la mañana o toda la tarde, por el trabajo rotativo, se aprovechaba de la ocasión para obligarla a mantener relaciones carnales.

-Tu serás mía y de nadie más.- vociferaba en la salita dormitorio. No quiero que seas para otro, mucho menos para ese mi primo zamarro, que al parecer te ha puesto la puntería.
Impulsado por una pasión ardorosa la cogía con sus dos manos de la cintura, apoyándola contra su pecho. La besaba, sus manos en plan exploratoria recorrían por todo el femenino cuerpo de Rosenda y alzándola en sus brazos la depositaba en su mullida cama. Allí, daba rienda suelta a sus instintos sexuales. Y cuando ella oponía alguna resistencia, la cacheteaba sin miramiento alguno. El embarazo de Rosenda me hizo comprender que la verdadera causa de mi desalojo, se debió a sus celos y nada más. Su expresión de que “has estado enamorando a mi mujer”, recién adquirió toda su dimensión y nos hizo comprender a todos los de su entorno, es decir a mi y a sus parientes más cercanos, de las verdaderas razones que tuvo para largarme de su casa. No cabía duda que Julio se había convertido en un acaparador y empedernido mujeriego, que a no dudarlo le había costado la promesa de una vida mejor.

Aunque Julio había estudiado toda la primaria, allá en nuestro pueblo natal, sin embargo no le fue posible continuar la secundaria y mucho menos la superior. porque, como apenas llegó a Lima con sus 21 años de edad a cuestas, fue levado para el servicio militar obligatorio, donde pasó dos largos años. Apenas fue licenciado se comprometió con una primera mujer con la que procreó dos hijos, de la que se separó a los 6 años de convivencia para unirse a Cecilia y con la que igualmente habia procreado una hija, de tal manera que no disponía de tiempo para el estudio en algún colegio nocturno, como tampoco le sobraba el dinero.

A esta dificultad se sumó otra, que tenía que ver con el ya consabido horario cambiante de trabajo. Sin embargo, en la universidad de la vida había aprendido mucho. En su afán por obtener la superación personal y dada su condición de dirigente sindical, casi siempre se entregaba a la lectura de libros sobre política. Las obras de José Carlos Mariátegui, Mao, Stalin, Lenin, etc. estaban entre sus favoritos y como libros de cabecera. Se había convertido en un consumado polemista y exégeta de estos adalides revolucionarios.

En la década del 70, del pasado siglo, en el Perú, se vivía respirando aires revolucionarios. Los militares habían capturado el poder y auto calificándose de revolucionarios, emprendieron reformas estructurales, con las que muchos no estaban muy de acuerdo y entre ellos Julio, que pensaban que la revolución requería de una radicalización y una profundización bajo los postulados de los líderes socialistas. En consecuencia, se consideraba entre los elegidos para liderar esa gran transformación social, que estaba reclamando el Perú y en donde Julio se veía convertido en un jerarca, que predicaba el evangelio de la revolución. No cabía duda que Julio aspiraba pasar a la historia como un líder sindicalista revolucionario y como hombre mujeriego y acaparador.