martes, 5 de enero de 2010

Julio, Acaparador y Visionario, un relato de la vida real.


Autor: Ramiro Sánchez Navarro.

-¿Quién manda aquí? ¿Tú o yo? – inquirió Julio en forma tajante, cuando de improviso apareció en la sala con un libro en la mano izquierda.
- Me sorprende tu pregunta, Julio. Naturalmente en tu casa mandas tú.
Eso está claro. No sé francamente porqué me haces esa pregunta. ¿Acaso he faltado el respeto... de tu domicilio?
-César no puede comer. El médico ha dicho que él no puede comer en la noche. Y aquí se tiene que acatar lo que ha recetado.
La verdad que yo no sabía hasta ese momento de esta prohibición.
César era un niño de apenas 6 años de edad, bastante inquieto y juicioso. Siempre que llegaba a la casa de Julio, con las primeras sombras de noche y tras la brega cotidiana, como pintor de brocha gorda, el chiquillo aparecía en la cocina con su carita triste y con muchos deseos de comer. Entonces, yo le daba una moneda de a sol para que fuera a comprar el pan de cada día en la panadería de la esquina, donde cada unidad costaba 10 céntimos. Cuando retornaba con la compra, dábamos buena cuenta de ellos, en la pequeña cocina – comedor, donde Rosenda, su tía, oficiaba de cocinera. Tomábamos té o café y comíamos los panes con mucha devoción.
De sobra sabía que César era entenado de Julio. Era fruto de un primer compromiso de su madre. Y como siempre suele ocurrir con los niños sin padre, que son mal vistos y mal tratados por el padrastro, César no era la excepción de la regla.
Tomando en cuenta este detalle, y mostrándome ante Julio reacio en admitir de que algún galeno, por prescripción médica, lo hubiera prohibido comer, me sentí indignado y retomé el hilo de la discusión:
-Mira Julio, ya te dije que en esta tu casa mandas tú, pero lo que tú no puedes mandar es en estómago ajeno. César no está enfermo y además tiene hambre. Tú no puedes impedir que él coma.
Rosenda, la cuñada de Julio, algunas veces, cuando me servía la cena, daba de comer igualmente a su sobrino, prácticamente a escondidas del amo de la casa, que casi siempre le tocaba trabajar en turno rotativo, en la mañana, en la tarde o en la noche,en el comité de microbuses, donde administraba al personal de servicio.
-Vamos, vamos. Tu no puedes estar más en esta casa. Vete, vete, no quiero verte más. Agarra tus cosas y lárgate.- Uniendo la palabra a la acción Julio sacó la pequeña maleta y la caja de cartón, que estaban ocultas bajo el catre de fierro, con todas mis pertenencias. Estas consistían en una mudada de ropa, que los tenia en la maleta y algunos enseres más en la caja de cartón.
Aquella última tarde, cuando llegué a su domicilio, simplemente no me había percatado de su presencia, pues se hallaba tendido sobre su cama, concentrado seguramente en la lectura del libro y escondido tras las cortinas del plástico celeste. Ellas, que ocultaban gran parte del catre de fierro, apenas dejaban ver sus patas cuando ingresábamos a la sala dormitorio.
Menuda sorpresa me causó su decisión, de echarme de su residencia, en la forma como lo hizo. Su actitud brutal había trocado mis sentimientos de gratitud hacia él. Era hijo del hermano mayor de mi madre, y allá en nuestro pueblo siempre me había guardado consideración de pariente. Algunas veces cuando nos encontrábamos en algún punto del camino de herradura, él solía hacer un alto para conversar conmigo y como era buen cazador de perdices y palomas, con tira jebe, en cieras ocasiones me regalaba algunas de sus presas. Lejos estaba de imaginar que en algún momento de mi vida de andante peregrino iba a requerir de sus servicios en la capital de la república.
Como todo provinciano que abandona su pueblo para irse a radicar en Lima, en busca del progreso y de la superación personal, yo también deseaba hacer realidad mi sueño. Lima era una promesa para cualquier provinciano sin medios económicos para efectuar estudios superiores en el interior del país. Quienes buscábamos la superación, mediante el estudio, nada mejor que Lima, donde se podía trabajar en el día y estudiar en la noche, bajo el clásico lema de que “quien trabaja y estudia, triunfa en la vida”.
A mi particularmente parecía sonreírme la suerte. Un tío mío, hermano de padre de la autora de mis días, que se había convertido en próspero empresario, me ofreció sus servicios para conseguirme un trabajo en la capital, cuando en cierta ocasión visitó la ciudad de Celendín, ubicado en el departamento norteño de Cajamarca: “mira sobrino, me dijo en esa ocasión, no te ofrezco en Lima mi casa para que vayas a vivir, porque siempre la familia me ha dado mal pago. En cambio, si te ofrezco conseguir un buen trabajo para que puedas estudiar y pagarte el cuarto”, a lo que yo respondí dándole las gracias. Este pariente, cuando me visitó en Celendín, se mostraba realmente indignado cuando recordaba a mis primos por el mal pago que le habían dado, precisamente el mayor, de nombre Juan,Julio y sus demás hermanos eran los mal pagadores. Uno de ellos, Juan, había empreñado a la cocinera de este buen tío, sabedor de ello y sintiéndose culpable y a la vez cobarde para encarar la situación, no le quedó otra alternativa que escapar de dicha casa.Desde entonces la huellas de Juan se borraron.
Cuando el niño nació, éste pariente debió correr con la manutención de la criatura y de su madre. De modo que ésta fue la recompensa que tío Reinerio recibió por haberlos acogido en su casa como un padre. Pese a las advertencias, que me hizo, pensé que una vez en Lima, él no podría cerrarme del todo las puertas de su domicilio, por lo menos podría tolerarme siquiera una semana, hasta conseguir un nuevo alojamiento. Mi tío poseía un corazón muy grande, que ya no le cabía en el pecho, y por eso estaba seguro que me acogería, aunque fuese provisionalmente.
Cuando al fin mi sueño de viajar a la capital se hizo realidad, y pude arribar a ella como ayudante de un camión platanero, me dirigí de inmediato a su casa. Pero cuál sería mi gran sorpresa. Lo encontré en su sala, donde me recibió alegremente, con los brazos abiertos, pero ya nada podía hacer por mi. Estaba como un zombi, tartamudeaba al hablar, como resultado de una operación al cerebro.Le habían colocado sondas. No podía pararse y mucho menos caminar. En tales circunstancias su esposa y sus hijos no existían para mi. Les preocupaba la enfermedad del jefe de familia, que en verdad era particularmente grave. Sin mucho dinero en el bolsillo, sólo me quedó buscar a otros parientes y así llegué a la casa de la hermana de mi padre, que me cobijó bajo su techo, pero carecía de una cama adicional a la suya para mi maltratado cuerpo. Por toda cama me dio una banca de madera donde me tendía con las piernas estiradas y haciendo malabares para no caer al suelo. No podía resignarme a esta suerte perra, dándole las gracias abandoné su casa y de nuevo fui adonde mi pariente enfermo, ahí supe que julio trabajaba en una compañía de microbuses, a muy pocas cuadras de su domicilio. Con el costalillo a la espalda partí en su busca. No me costó trabajo localizarlo a eso del mediodía; ya que por ser dirigente del sindicato era muy conocido. Me recibió también con los brazos abiertos, al tiempo que me decía; “Qué bien que hayas venido a Lima, aquí podrás hacer realidad tus sueños. Te ofrezco mi casa, aunque es alquilada, de todos modos no te faltará un rinconcito para que vivas por el tiempo que quieras”. No me quedó más que agradecerle de corazón por el favor. Me invitó a almorzar en el restaurante de la empresa y luego fuimos a su pequeña oficina, donde proseguimos la parla, que incidía con frecuencia sobre nuestras vivencias allá en la tierra que nos vio nacer. Cuando llegó la hora de salida, a eso de las cinco de la tarde, un carro de la empresa, encargada de llevar y recoger a los trabajadores, nos trasladó hasta su domicilio. Ante nosotros se alzaba una modesta vivienda de material noble, de dos plantas, situada al pie de la avenida Túpac Amaru, y con puerta a la calle.

Allí estaba la esposa de Julio, a quien dos años antes había conocido en Celendín, donde yo estudiaba la media, en la Gran Unidad Escolar "Coronel Juan Basilio Cortegana", y a donde ella fue con él en plan de turismo. Con ellos vivía su cuñada y César, que se mostraban muy amables conmigo desde el primer momento en que me vieron.

Rosenda, la joven casadera, se mostraba muy atenta conmigo. Tuve la impresión de haberle caído bien. Y al parecer, Cupido nos había flechado. Con seguridad, por su mente y la mía habían cruzado corrientes de simpatía, que propiciaban nuestra unión marital para formar un hogar como Dios manda. Después de todo, Julio no podía oponerse. Pues suponía que él vería con buenos ojos, que yo tomara por compañera a su cuñada. Aunque no le había declarado formalmente mi amor, ella intuía que en algún momento podría llegar aquella confesión sentimental.

Cuando Julio puso la caja de cartón con mis pocos enseres y la maleta, en la puerta de su casa, cerrándola tras de si con un fuerte golpe seco, el tiempo había transcurrido. Eran las 8:30 de la noche, la gran Lima se mostraba fantasmagórica. Miríadas de luces de neón la iluminaban, bajo su cielo cenizo, cubierto de niebla.

Este inesperado incidente, que me había puesto de patitas en la calle, me causó una gran desazón. Con mi carga al hombro me dirigí al paradero de la gran avenida Túpac Amaru, que conecta a los pueblos del cono norte limeño. Mientras la noche avanzaba y se ahondaba, yo me encontraba preso de una gran incertidumbre, no sabía qué rumbo tomar. Al fin decidí abordar un vehículo, que me dejaría cerca de la casa de tía Rosa, la mamá de Julio, quien vivía separada de su esposo, pero rodeada del resto de sus hijos, que eran alrededor de nueve y se ganaban la vida de cualquier forma; pero mayormente como albañiles, los tres hermanos adultos.

Cuando el vehículo se puso en marcha, una ola de arrepentimiento se apoderó de mi ser. Me pregunté: ¿ahora qué dirá mi tía Rosa, cuando me vea llegar a su casa a pedir posada?.- Una semana antes Julio me había llevado a visitar a su madre y hermanos. Desde entonces, ella y sus hijos sabían que me había alojado en casa de Julio, cuya relación a los ojos de ellos parecía impecable, sin alguna nube gris que amenazara con empañarla.

Venciendo mis escrúpulos, al cabo de media hora de haber abordado el microbús arribaba al lugar de mi nuevo destino. Bajé del carro con mi la maleta al hombro, porque con el apuro la caja la habia dejado abandonada en la puerta de Julio,que una vez que me marché lo metio de nuevo bajo el catre de fierro.Ahora yo caminaba con dificultad entre las sombras de la noche.Comencé a escalar la ladera, donde la modesta casa de tía Rosa parecía aferrarse, para no rodar por la pendiente.
Colocando mi carga en el suelo, me puse a tocar su puerta con el dorso de mi mano derecha convertida en puño. Toqué tres veces y al cabo escuché su voz inconfundible que preguntaba “quién es”; “soy yo ,tía; soy su sobrino Antolino ¿Quéee? ¿Ya no me reconoce?” Le respondí, sintiéndome corto y un poco acobardado. La luz de una bombilla eléctrica se encendió y pronto su puerta se abrió .- ¿Qué ya pué ha pasado que vienes a estas horas?.
-Julio me ha botado de su casa tan sólo porque le he invitado a comer a César.
-Bah, por eso nomás ya pues te ha botado ¿No será por otra cosa?.
-Verdad, tía, ha sido sólo por eso. Si quiere le puede preguntar a César y a su cuñada Rosenda, que no me dejarán mentir.
Esa noche y las siguientes me acosté sobre sus dos bancas, las que unía y encima de ellas colocaba un delgado colchón. Me cubría el cuerpo con tres frazadas abrigadoras.

Cuando Julio y su esposa visitaron la casa de su madre, un domingo, en horas de la mañana, encontraron que la atmósfera familiar se había enrarecido y enfriado. Muy disgustada por su conducta, su madre la había increpado. Pero Julio sin darle muchas vueltas al enojoso pleito le había dicho que yo, aprovechando su ausencia, me había dedicado a cortejar a su esposa. Que, aunque no recibió queja de ella, él se había dado cuenta, porque a sus ojos era visible. Me enteré de su versión a través de Segundo, uno de sus hermanos menores, coetáneo mío, una mañana mientras conversábamos en su patio sobre temas de religión. Segundo se había convertido en un fanático protestante y aseguraba que quien no abrazaba su secta estaba condenado al infierno.
-Dice mi hermano que él te ha botado de su casa porque has estado enamorando a su señora.- Al escuchar tamaña noticia de los labios de mi interlocutor, me llené de una mayúscula sorpresa. No recordaba haber hecho tal cosa, o será que estaba amnésico?
-Con seguridad Julio me ha calumniado, porque en ningún momento he cometido tal cosa, que según me hace saber y entender es muy malo, sobre todo cuando nos han brindado su amistad y confianza.
-Yo no sé si lo que él dice así de ti es verdad o mentira. En todo caso es un asunto entre ustedes. Aunque la mujer de Julio era una joven alta y agraciada, lo cierto era que no se me había ocurrido enamorarla, como él decía. En cambio, si recordaba haberle gastado algunas bromas a su cuñada, sin importarme la presencia de Julio, en la creencia de que no tomaría a mal. Ante mis ojos y para mis gustos, la cuñada gozaba de muy buenos atributos físicos y por lo tanto a sus 19 años era capaz de despertar pasiones encendidas en cualquier hombre.Su piel trigueña, sus facciones agradables y su buena talla la convertían en una hembra codiciable.

Algunas semanas después, concretamente a los dos meses de haber sido echado de su casa, supe que él se había separado de su esposa, Cecilia. El motivo de esta ruptura conyugal se debía al estado de gestación en que se hallaba Rosenda, por obra y gracia de su cuñado Julio, quien aprovechando de que su mujer iba a trabajar, quedando el cuidado de la casa a cargo de su cuñada. Entonces Julio, que también se quedaba toda la mañana o toda la tarde, por el trabajo rotativo, se aprovechaba de la ocasión para obligarla a mantener relaciones carnales.

-Tu serás mía y de nadie más.- vociferaba en la salita dormitorio. No quiero que seas para otro, mucho menos para ese mi primo zamarro, que al parecer te ha puesto la puntería.
Impulsado por una pasión ardorosa la cogía con sus dos manos de la cintura, apoyándola contra su pecho. La besaba, sus manos en plan exploratoria recorrían por todo el femenino cuerpo de Rosenda y alzándola en sus brazos la depositaba en su mullida cama. Allí, daba rienda suelta a sus instintos sexuales. Y cuando ella oponía alguna resistencia, la cacheteaba sin miramiento alguno. El embarazo de Rosenda me hizo comprender que la verdadera causa de mi desalojo, se debió a sus celos y nada más. Su expresión de que “has estado enamorando a mi mujer”, recién adquirió toda su dimensión y nos hizo comprender a todos los de su entorno, es decir a mi y a sus parientes más cercanos, de las verdaderas razones que tuvo para largarme de su casa. No cabía duda que Julio se había convertido en un acaparador y empedernido mujeriego, que a no dudarlo le había costado la promesa de una vida mejor.

Aunque Julio había estudiado toda la primaria, allá en nuestro pueblo natal, sin embargo no le fue posible continuar la secundaria y mucho menos la superior. porque, como apenas llegó a Lima con sus 21 años de edad a cuestas, fue levado para el servicio militar obligatorio, donde pasó dos largos años. Apenas fue licenciado se comprometió con una primera mujer con la que procreó dos hijos, de la que se separó a los 6 años de convivencia para unirse a Cecilia y con la que igualmente habia procreado una hija, de tal manera que no disponía de tiempo para el estudio en algún colegio nocturno, como tampoco le sobraba el dinero.

A esta dificultad se sumó otra, que tenía que ver con el ya consabido horario cambiante de trabajo. Sin embargo, en la universidad de la vida había aprendido mucho. En su afán por obtener la superación personal y dada su condición de dirigente sindical, casi siempre se entregaba a la lectura de libros sobre política. Las obras de José Carlos Mariátegui, Mao, Stalin, Lenin, etc. estaban entre sus favoritos y como libros de cabecera. Se había convertido en un consumado polemista y exégeta de estos adalides revolucionarios.

En la década del 70, del pasado siglo, en el Perú, se vivía respirando aires revolucionarios. Los militares habían capturado el poder y auto calificándose de revolucionarios, emprendieron reformas estructurales, con las que muchos no estaban muy de acuerdo y entre ellos Julio, que pensaban que la revolución requería de una radicalización y una profundización bajo los postulados de los líderes socialistas. En consecuencia, se consideraba entre los elegidos para liderar esa gran transformación social, que estaba reclamando el Perú y en donde Julio se veía convertido en un jerarca, que predicaba el evangelio de la revolución. No cabía duda que Julio aspiraba pasar a la historia como un líder sindicalista revolucionario y como hombre mujeriego y acaparador.

1 comentario:

Wilfredo Mariñas dijo...

Soy Wilfredo Mariñas, sobrino y ahijado de Maximiliano Gonzalez, Resido en Illescas Toledo España, me encantaria contactar con Ud.

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