sábado, 9 de enero de 2010

El Mandón, una historia de la vida real.




Autor: Ramiro Sánchez Navarro.
Todas las tardes, cuando el sol trasponía los cerros que circundaban el pueblo de Uchucmarca, mi buena madre nos ordenaba a mi y a mi hermano mayor, de nombre Jaime Amado, a atrapar a las ariscas aves de corral para subirlas al gallinero, construido en el alar de la cocina-comedor. La última tarde estuve de muy mala suerte. Por más que me esforcé en correr tras ellas para cogerlas, ninguna cayó en mis manos. Mi hermano y mi madre, sin mayores esfuerzos, las iban cogiendo y colocando en el palo, que a modo de escalera, las conducía a su nido. Disgustada por mi ineptitud para realizar este tipo de tareas, ella me ordenó:
- Como no has podido coger las gallinas y subirlas a su gallinero, mañana mismo y bien temprano, te vas a traer las papas de donde tu tío Antolín. Y pobre de ti que no te fueras, porque te mandaré a palos.-al cabo de algunos momentos acotó:-tu tío Antolín nos ha vendido una melga, en Cascapuy.
- Mañana me iré pues-Le contesté, plenamente consciente de que para algo debería ser bueno.
A la mañana siguiente, muy de madrugada, me puse en camino. El sol aún no se mostraba tras el cerro Cashurco. Con la alforja al hombro, y a paso ligero, me fui desplazando por el áspero sendero, el cual siempre ascendente , conducía a todo viandante, primero al valle de Chibane y después a la pequeña meseta de Cascapuy, donde la casa de este pariente, con sus paredes de tapial y su techo de paja, se erigía ciclópea hacia el cielo. Lo circundaba un gran cerco de piedras y champas. Arribé a mi destino con un sol muy brillante que poco a poco se iba alzando en el firmamento. Tras un magro desayuno de papas con cáscara y caldo de huevos, que me sirvió tía Alicia, me encaminé a la chacra de papas, que colindaba con su casona. Allí, junto a un grupo de 15 personas, me puse a cosechar los tubérculos. Noté la presencia de gente forastera, procedente de un antiguo pueblo, llamado La Jalca, del colindante departamento de Amazonas. Se distinguían de los demás, tanto los hombres como las mujeres, por amarrarse la cabeza con largas pañoletas azulinas y por sus trajes colorados, que parecían estar uniformados. Se distinguían igualmente por usar solpes, especie de redes, con los que aseguraban los equipajes, que cargaban sobre sus resistentes espaldas. Si bien el desayuno había sido frugal, en cambio el almuerzo prometía ser opíparo. Un grupo de mujeres encabezadas por la anfitriona de la casa, se encontraban ya preparando los suculentos potajes: caldo de huevos, sabrosas papas cocidas con cáscara en un gran perol; mazamorra elaborada con harina de trigo, fresca leche de vaca, azúcar, clavo y canela; chicharrones de chancho con mote. Las horas habían pasado rápidamente. Cuando el sol había llegado a su cenit, mi tía Alicia apareció en el patio y a voz en cuello nos pidió, a mi y a las personas que me acompañaban, que fuéramos a comer.
Dejando de lado las Pushanas, suerte de picotas de palo, con las que cosechábamos las papas, nos encaminamos a la casa anfitriona. En el patio había alrededor de 15 personas sentadas frente a frente, sobre rústicos asientos, teniendo de por medio montones de papas y mote cocidos, colocados sobre blancos manteles, extendidos sobre costales y estos a su vez sobre la mesa de tierra.

Los comensales le aplicaban buen diente a los chicharrones, a las papas y al mote. Yo y las tres personas -dos hombres y una mujer-, fuimos invitados por la hermana de mi madre a su cocina. Allí estaba Segundo, el nuevo sirviente, matando su hambre. Me senté sobre un banquito de madera, poniendo a un costado mi alforja viajera. En lo mejor del almuerzo, cuando me había llevado al estómago algunos bocados de papas y mote, ingresó de improviso el dueño de la casa y al toque nos ordenó ,a mi y a Segundo, para irnos pronto al fondo del valle, con el encargo de pasar hacia la otra orilla del río Chibane a un potro arisco. Contra mi voluntad y lamentando mi mala suerte, me puse de pie. Lo propio hizo Segundo. Ambos comenzamos a recorrer el sinuoso caminejo, que se precipitaba ladera abajo hacia el río, que culebreaba por el fondo de la cañada con sus aguas cristalinas y espumosas. Mientras caminábamos un sentimiento de indignación y amargura se había ido adueñando de nosotros por la autoritaria y abusiva conducta de este pariente por afinidad, ya que nos estaba privando del almuerzo. Aunque su conducta no me extrañaba, pues muchacho que llegaba por su casa, aún cuando fuera acompañado de sus padres, rara vez podía escapar de sus arbitrariedades, propias de mandón incorregible. No obstante haberse casado con una joven mujer, 12 años menor, atractiva y de buen porte, que bien podía haberle dado un buen número de hijos, clamorosamente no los tenía a causa de su infertilidad, que a no dudarlo era genético y a la vez hereditario. Su hermano Víctor, tampoco los había podido procrear con su mujer, quien concibió una hija, gracias al favor que le hizo uno de sus cuñados, esposo de una de sus hermanas.

Duro, muy duro era ganarse el pan cotidiano para cualquier niño pobre, que llegaba por su casa, en busca de amparo y sustento. Comenzaba allí uno a ganarse la vida realizando un sin número de tareas, de tal forma que no podía mantenerse un solo momento ocioso, bajo el dicho de que “muchacho acomedido come de lo escondido”. Por lo general, cuando nos invitaba a almorzar, nos pedía súbitamente que saliéramos un momento a percatarnos de que su manada de ovejas, o de chanchos, no estuvieran causando perjuicio en sus chacras de papas.Su fundado temor casi siempre lo asaltaba en el momento del almuerzo. A esa hora los redomados y dañinos animales estaban, en efecto, en los cultivos de papas despachándose a sus regalados gustos. Sacarlos era toda una odisea. Apenas sentían nuestra presencia echaban a correr de un lado para otro de las sementeras, estropeando todo y cuando al fin y al cabo eran expulsados a punta de palizas o pedradas, quedaba la tediosa tarea de levantar las cercas y los portillos. Mas, aquí no terminaba el drama. De vuelta a la cocina – comedor, nos dábamos con la ingrata sorpresa de no encontrar aquel almuerzo, casi siempre de papas sancochadas y caldillo de huevos, que aplacaban muy bien el hambre.

Nos habíamos dado prisa en bajar por la fragosa ladera hacia el fondo del valle, donde a la otra orilla del Chibane ciertamente estaba aguardándonos el equino, que nos miraba de hito en hito, tras morder las hierbas del suelo. Mientras vadeábamos aquel río de aguas transparentes, pensé que no sería difícil pasarlo.¡Qué equivocado estaba! Ya en la margen opuesta nos dispusimos a acorralarlo. Segundo, interponiéndose en su posible escapatoria hacia el camino de subida; y yo, del sendero que iba de bajada. El brioso potro se disparó cuesta arriba, con dirección a la laguna de Michimal. Y cuando al cabo de unos minutos de correr tras el cuadrúpedo lográbamos darle alcance, cortándole la viada por los atajos, comenzaba entonces a galopar en sentido contrario.
Largo rato estuvimos corriendo tras el chúcaro que parecía burlarse de nosotros, pues resoplando fuertemente, de pronto comenzó a zurrarse, saturando el ambiente con un olor a estiércol. El constante trajinar cada vez nos agotaba las energías y un perlado sudor iba aflorando por nuestros rostros, curtidos por el sol quemante y el aire seco de la puna. El solípedo animal también se fue cansando; cada vez corría menos. En nosotros alentaba ya la esperanza de que, una vez agotado, lo podríamos pasar al otro lado del río. Súbitamente escuchamos la voz del mandón, que vibrante penetraba en nuestros oídos profanando aquellos silencios campestres_
-¡Pedazo de inútiles que no pueden pasar ese caballo! ¡pásenlo rápido! ¡Carajo!- Nos gritaba una y otra vez.
Era ya de esperar los improperios del mandón. El tiempo había transcurrido raudamente, más allá de lo previsto. Al escuchar sus airados reclamos nos paramos un momento. Simultáneamente echamos un vistazo ladera arriba. Logramos ubicarlo subido sobre una gran piedra, cuyo nombre en quechua era precisamente Hatunrumi o “piedra grande”, que por esos milagros y caprichos de la naturaleza había quedado sembrada al comienzo de aquella ladera. Sobre la gran mole, cual estatua viviente, el mandamás permaneció un buen lapso. Cuando al cabo de un rato al fin logramos pasarlo a la otra orilla, el mandón abandonó aquel mirador pétreo y se borró de nuestras vistas.
Ya libres de este compromiso, que era como haberse quitado un peso de encima, empezamos a escalar la fragosa ladera, con descansos de trecho en trecho, que nos servían asimismo para tomar aliento. Al cabo de un rato arribamos a la casa del amo. Traspusimos la tranca de madera, que daba acceso a sus dominios. Advertí que todos los visitantes ya no estaban en el espacioso patio, que ahora presentaba un aspecto tristón y solitario. Se hallaba alli mi tía Alicia tejiendo un poncho. El largo tejido, granate oscuro, estaba asegurado de uno de sus extremos, a una fornida planta de Saúco, cuyo tronco mostraba las huellas visibles de la soga. Del extremo opuesto, lo sostenía la tejedora con una gruesa guashaparina que, como un ancho cinturón, ceñía su cintura y sostenía todo el tejido, gracias al travesaño de madera al cual se ataban sus extremos. Seguimos avanzado; yo detrás de Segundo. En la creencia de que íbamos a ser premiados por el mandón, quien, en mi ingenuidad, pensaba que nos daría por lo menos las gracias, hacía de que nos pusiéramos contentos. En efecto, como si tal cosa se propusiera, el mandón nos aguardaba casi al final de la senda, que daba al patio casero. Un mal presentimiento me asaltó cuando noté que bajo el poncho que le cubría las espaldas y la cintura, le colgaba el látigo cogido con sus dos manos puestas hacia atrás. Avanzamos un poco más, lo cual me permitió ver con claridad que trataba de ocultar el rebenque, hecho con cuero de res; especie de soga trenzada y que remataba en largos flecos. Intuí que, como recompensa, íbamos a recibir una buena tunda. Me precaví ante esta potencial amenaza retrazándome un poco más que mi acompañante.
-Vengan, vengan hijos para darles su merecido. Aquí les tengo sus premios........
Segundo aceleró la marcha sintiendo una súbita alegría. Sin mediar palabra, cuando lo tuvo a su alcance, lo cogió violentamente de los cabellos y lo tiró al suelo y sobre su cuerpo yaciente le puso la pesada bota de jebe, cayéndole al instante una lluvia de latigazos. Mi torturado acompañante parecía un epiléptico. Se contorsionaba en el suelo, gritando a voz en cuello: “Ay taitito, ya no me pegue.”
-Esto te doy para que aprendas a no demorarte nunca más, ¡so carajo!.- Y los chicotazos le seguían cayendo inmisericordes unos tras otros.
A una prudencial distancia me había quedado plantado viendo la dramática escena, sintiéndome impotente de poder ayudarlo en su desgracia. Cuando el Mandón se cansó de castigarlo, volvió su iracunda miraba hacia mi al tiempo que me gritaba:- “ahora te toca a ti, ¡desgraciado!. Hoy es cuando chupas (recibes castigo)de mis manos. Salvaré las cenizas de tu padre”.
Blandiendo el chicote corrió hacía mi, pero no me pudo coger, porque de inmediato apreté la carrera con dirección a la tranca giratoria. Me di cuenta que no podía atraparme debido al cansancio, a sus pesadas botas de jebe y a la poca costumbre de correr. Un buen rato me estuvo correteando alrededor de la cerca.
De trecho en trecho me paraba, entonces el amo, con espíritu triunfal, cobraba muchos bríos, esforzándose por correr más de prisa, dejándome oír una vez más su eslogans “ahora salvaré el alma de tu padre”.
Ahora que lo recuerdo, el autor de mis días, convencido de su mal incurable y de su fin, que se acercaba, le había pedido a este tío encargarse del cuidado de nosotros, sus hijos; es decir de mi, que por aquel entonces, mi edad no pasaba de los ocho años; la de mi hermano mayor, de 10 y de mi hermana menor, de seis.
La muerte, liberadora de tanto sufrimiento humanos, al fin decidió llevárselo. Pues mi pobre padre acabó con su vida de tanto arrojar sangre por la boca y la nariz. Algunas veces, aquellos coágulos de sangre me tocaba enterrar en el huerto, del pie de la casa, valiéndome de un cuchillo y transportándolo en una bacinica.
Desde entonces el mandón se convirtió en una especie de amo y señor de nuestras tiernas existencias. Costumbre era ya ,cuando en algún tramo del camino nos alcanzaba, o nosotros a él. Nos desmontaba del burro, que nos cargaba a mi y a mi hermano Jaime Amado, para luego cabalgarlo él, muy cómodamente. Otras veces nos obligaba a servirle como arrieros, mayormente cuando se trataba del acarreo de papas y otros tubérculos, desde sus chacras arriba en la puna hasta su casa pueblerina.
Con el tiempo le fuimos cogiendo fobia. Apenas lo divisábamos en algún lugar del camino, acelerábamos la marcha para alejarnos lo más que podíamos de él; o de lo contrario, buscábamos escondernos, de tal manera que no lograra descubrirnos.
En esta última vez, cuando se propuso “salvar las cenizas y el alma de mi padre”; andaba por los doce años de edad y no estaba dispuesto a que este mandón siguiera abusando de mi.
Por eso, cuando me perseguía chicote en mano para también dizque “bautizarme”, decidí enrumbar mis pasos por aquella senda sinuosa que me conducía a mi casa. En mi precipitada huida no tuve tiempo de abrir su tranca, para ponerme a salvo en el camino real, entonces traspuse ágilmente la pirca, la pared de piedras que circulaba sus dominios. Cuando había caminado un par de cuadras me acordé de mi alforja, andariega como yo, y de pronto me cogió una repentina tristeza, ya que ella formaba parte de mi perruna existencia. La imaginé abandonada en algún rincón de la cocina, aguardando ser rescatada por mi. Entonces presuroso desanduve el trayecto y a los pocos instantes pasé cerca de él, que aún se encontraba en la tranca, probablemente esperando mi regreso o quizás únicamente observando mi partida, que guardaba cierta semejanza con una precipitada fuga. Advertí que ganas no le faltaban para tomarme del cuello, o de los pelos, para aplicarme el consabido castigo, pero entre los dos se interponía la tranca y la cerca. A paso ligero avancé por el caminejo que bordeaba el cerco. Luego ingresé a su querencia. Intentó darme el encuentro, pero se contuvo al ver que me encaminaba hacia él. Y como había ocurrido en otras circunstancias, con otros niños objetos de su enojo, que terminaban rindiéndose y pidiéndole perdón, pensó seguramente que yo igualmente le iba a pedir clemencia y de paso aceptar resignadamente el castigo. Según su creencia, era indispensable que me castigara, ya que así mi difunto progenitor salvaría su alma pecadora, que por lo visto, lo suponía en el infierno o en el purgatorio. Poco a poco me fui acercando hacía él y cuando imaginó tenerme ya casi al alcance de sus manos súbitamente eché a correr lo más que pude para tomarle ventaja y con dirección a su cocina – comedor. De nuevo escuché sus imprecaciones y el ruido de sus botas tras de mi, gritando a voz en cuello que era un “maldito”, que nunca tendría el perdón de Dios y que me iba a pudrir en el purgatorio. En atropellada carrera ingresé a la semi oscura cocina, que para mi representaba una trampa segura. Sobre el banquito de madera, que me había servido de asiento, encontré la alforja tal como lo había dejado, al momento de ir al río Chibane; al toque la cogí y cuando me disponía a salir, el mandón en frenética carrera, intentó atraparme en la puerta, en la que tanto yo temía, pero perdió el control y por poco casi cae de bruces. Tuvo que apoyarse con la diestra en el marco de aquella puerta, de una sola hoja, para no sufrir una caída aparatosa.
- Agárralo ahí, Alicia! Dale con la callua.- Le pedía a gritos a su esposa, al momento en que pasé agazapado bajo la urdimbre de su tejido, para luego enrumbar a mi casa. jadeante y sudoroso, pero agitando amenazadoramente su rebenque, corrió detrás de mí. Convencido de su fracaso, se quedó observándome desde aquella tranca testiga de mi peripecia. Entre tanto me fui alejando cada vez más, hasta ocultarme de su vista. Caminaba lamentando mi mala suerte y con la alforja vacía, colgando de mi mano derecha. Arribé hora y media después al hogar de mi dulce ensoñación, donde mi madre me aguardaba con la idea de que llegaría portando las consabidas papas. La encontré sentada en la puerta de la cocina-comedor, ocupada en hilar, en una rueca, un guango o copo de lana. Calladamente escuchó mis quejas e imprecaciones contra el mandón. Desde entonces me hice la promesa de no volver a pisar su casa, de ingratísimo recuerdo para mi. Empero aquella noche, mientras dormía, me vi comiendo aquellas papas que no las pude traer en mi alforja.
Fotos:
dos de los personajes de esta historia.Mi hermano mayor,ya abuelo, con dos de sus hijas y uno de sus nietos y el autor de mis dias en 1961, cuando trataba de curarse del mal que lo aquejaba,posa en el hospital Dos de Mayo de Lima.
Dibujo.- que pinta el momento en que el madón castiga a mi acompañante.El dibujante olvidó ponerle botas de jebe,tal como fue en la realidad.
Uchucmarca es un distrito de la Provincia de Bolivar,Departamento de La Libertad.Perú.

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