lunes, 5 de octubre de 2009

El niño y el puma, un dramático relato de Francisco Mestanza Navarro..


Autor: Francisco Mestanza Navarro.

Una humilde casita con paredes de tapial, techo de paja con penca se levantaba en las inmediaciones de las quichuas de San Pablo Grande y San Pablo Chico. La ocupaban sus dueños en las temporadas de barbechos, siembras y cosechas. Don Emiliano Chuquillaja con su esposa, doña Serafina Puitiza y sus dos menores hijos; la abandonaban luego a su suerte, quedando entonces a merced de burros y chanchos, que lo usaban como ocasional refugio.

Por el mes de mayo, cuando sus maizales estaban en choclo, ese año don Emiliano bajó a La Quichua para cuidarlos de los loros que, por esa temporada llegaban como plaga de langostas a las chacras. Tres semanas estuvo de "loretero" y cuando vió que esa labor requería únicamente la presencia de sus dos hijos retornó al pueblo de Uchucmarca en compañía de su esposa para ocuparse de otros menesteres. Desde entonces los niños quedaron solos en aquella casa de campo. Todos los días, después de un frugal desayuno, unas veces de un locro de papas y choclos asados, y en otras, de un jarro de agua dulce y harina de cebada, los niños se apostaban en las cabeceras de las chacras, las que por estar en terrenos relativamente inclinados, les permitían visualizar todo el maizal. Huaraca en mano y gritando a todo pulmón: "a lorooo, a lorooo", trataban de ahuyentar a los dañinos plumíferos, los que inesperadamente aparecían sobre aquel valle quichuino, con el único propósito de acabar con los choclos.

Al caer la tarde, de aquel día, los niños retornaron a la casa llevando una alforja de choclos y tras despancarlos cerca al fogón, advirtieron que los habían negros y blancos. Entonces decidieron seleccionarlos. La niña optó por aquellos que tenían los granos negros. Con mucho entusiasmo envolvieron las humitas, negras unas y blancas otras, colocáronlas a cocer en una olla de barro. Al cabo de un largo rato estaban cocidas, procediéndo al reparto. El niño tomó las blancas, quedando las negras para la niña. Cuando gustosos las comían, al niño se le ocurrió proponer un intercambio, picado por la curiosidad y el deseo de saborear una humita negra y ante la negativa de la niña optó por cogerla y comerla. Ella, sintiéndose ofendida por la actitud de su hermano, terminó por resentirse, llorar y gimotear y así fue pasando la noche. El, cansado de consolarla y de pedirle perdón, subió al terrado por la escalera de maguey y desde arriba le pedía con insistencia que subiera ya a dormir, pero ella, encaprichada y rebelde, seguía "bishe", es decir enojada y de tanto lloro y gimoteo, se quedó dormida junto al fogón. El muchacho también se quedó dormido en el terrado.
Al promediar las 9 de la noche, el niño despertó sobresaltado por los rugidos de un puma, que sin duda se aproximaba a la casucha tras merodear por el valle de La Quichua. Alarmado por los rugidos comenzó a llamarla insistentemente: "ven a mi lado", "sube pronto, que el puma te puede comer", "sube rápido", pero sus ruegos y llamados eran vanos y sólo había conseguido atraer más a la fiera, que sin duda estaba hambrienta. Para colmo de males, la niña seguía dormida y el león no cesaba de rugir y dar de zarpazos a la puerta de maguey. Después de algunas embestidas, la rústica puerta cedió y entonces aquel puma hambriento se abalanzó sobre su indefensa víctima, la que apenas alcanzó a dar un grito desgarrador. En los minutos siguientes sólo se escuchó un crujir de huesos. De cada feroz dentellada el puma devoraba los despojos de su víctima.

Aterrorizado y sabiéndose impotente, el jovencito se cubrió con todas sus frazadas. Entretanto, la fiera que ya había saciado su hambre, permanecía sentada sobre sus miembros traseros cerca al fogón. De vez en cuando levantaba su felina mirada hacia el terrado. Algunas horas después, cuando el amanecer estaba próximo, abandonó la casucha para internarse en la maraña.
Con la luz del nuevo día, cuando la gente del lugar se hallaba entregada a sus labores, el niño regresó al pueblo de Uchucmarca a dar cuenta a sus padres del terrible suceso, que hizo estallar en llanto y desmayó a doña Serafina. Sobreponiéndose a su propio dolor y a la adversidad, don Emiliano Chuquillaja convocó a los miembros de la comunidad, en primer lugar, para trasladar los pocos despojos de la niña hacia el pueblo donde recibió cristiana sepultura y luego para perseguir a la fiera y darle caza, puesto que un puma así de matrero representaba una seria amenaza de muerte para las demás gentes. Lo rastrearon durante varios días con la ayuda de varios perros y al fin lograron ubicarlo en lo alto de un árbol. Allí fue ensartado como un anticucho por las lanzas de sus perseguidores.
Desde que se produjo aquella horrorosa tragedia, don Emiliano y los suyos decidieron abandonar la casucha. Y pese al tiempo transcurrido, quedan en pie aún sus paredes de tapial. Hay quienes dicen que en noches de luna nueva o "luna verde", como se suele llamar, creen haber visto una sombra fantasmal que se apodera de ese lugar, por donde pasa el camino. Se afirma que es el espíritu de la niña que impide por allí el libre paso de las gentes.
Nota.- Francisco Mestanza Navarro es escritor y poeta, natural del distrito de Uchucmarca, provincia de Bolívar,departamento de La Libertad,Perú.

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