lunes, 5 de octubre de 2009

Las Campanas de oro, un relato misterioso de Francisco Mestanza Navarro.


Autor: Francisco Mestanza Navarro.
Nubes blancas, como copos de algodón, cubrían el cielo de todo el ande Uchucmarquino y por entre ellas, el dorado rostro del sol, aparecía por breves instantes como un espejo opaco. Mostrábase enigmático y su presencia cerca de los cerros vecinos era señal de que la tarde iba muriendo.
Súbitamente aquel cielo se fue cubriendo igualmente por negros nubarrones y a medida que aquella tarde tocaba a su fin se fue tornando frígida y ventisquera. Pronto la lluvia cayó en gruesas gotas sobre los campos cubiertos de ichu y también sobre el lomo lanudo del rebaño de ovejas y de la vieja pastora.

Sin embargo, por entre los arbustos y pajonales, sacudiendo las escarchas con el palo de rueca, aquella pastora avanzaba tratando de enrrumbar a su rebaño hacia el redil de Chitapampa, donde tenía su choza. Con la voz agria dejaba oír su típico "shóoo, shóooo, shoo... Esta pastora, llamada Balbina, era una mujer de rostro inocente y triste, que estaba acostumbrada a las inclemencias de la puna y a las cotidianas incidencias, propias de su oficio, pero que siempre temió que le sorprendiera la noche oscura y sin luna en los cerros de Yumi Yumi y Ventana. Cuando se esforzaba por reagrupar a su rebaño, la lluvia arreció con mayor ímpetu envuelta en ventarrones, obligándola a escampar al pie de una peña, sobre cuya cima solían asentarse las aves de rapiña, mayormente los buitres, chinalindas y shingos (gallinazos). Un buen rato permaneció allí la vieja pastora, inicialmente preocupada en que la noche le cogiera por aquel lugar y luego meditando sobre su vida, en sus años idos y perdidos, que se patentizaban en su piel arrugada, su andar pausado y sus ojos de mirar inexpresivo y melancólico.
Doña Balbina se consolaba sabiéndose dueña de su rebaño y de haber desenvuelto su vida en aquel mundo alejado y distinto al citadino, el que parecía reposar en medio de la quietud y el oculto silencio, el que sólo por instantes se alteraba con el bramido de las vacas, el mugido de los toros, el balido de las ovejas o el sonido ululante de los vientos desplegándose sobre los pajonales.
Al pie de la peña, seguía meditando. De pronto oyó el graznido de un buitre y entonces alzó los ojos hacia la cumbre de la peña; pero, ¡oh sorpresa! sobre su cabeza, casi al alcance de su mano dos hermosas campanas de oro macizo colgaban de las grietas de la roca.

Un rayo de luz iluminó su rostro ante la repentina aparición de aquellas aúreas joyas, cuyo incalculable valor ella desconocía. Cogió la rueca y alegremente se puso a tocarlas en forma alternada. El tin tin y el tan tan de ellas se escuchó en todo el valle de Chitapampa. Los armónicos y estentóreos sonidos parecían, por momentos estremecer los cerros circundantes. Cuando hubo cesado la lluvia, doña Balbina salió de su refugio para arrear sus ovejas, pero sintiéndose tentada por volverlas a tocar regresó hacia la peña, mas las campanas ya no estaban. En su ingenuidad creyó que habían sido robadas de la Iglesia del pueblo, llamada San Juan Bautista, y que los ladrones, tras esconderlas allí, ahora las habían llevado a otra parte. Pero lo cierto era que aquellas mágicas campanas estaban encantadas y que tras provocar el deleite de doña Balbina desaparecieron en las entrañas de esa peña, en la que siempre estaban celosamente custodiadas por los Apus de las montañas.
Con las primeras sombras de la noche y una luna plateada, que se perfilaban tras el cerro Colpacucho, la curtida pastora, arreando de prisa sus ovejas, regresaba alegre y contenta a su morada. El sonido melodioso de las campanas aún parecía resonar en sus oidos.

Nota.- Francisco Mestanza Navarro es escritor y poeta, natural del distrito de Uchucmarca, provincia de Bolívar, Departamento de La Libertad,Perú.

No hay comentarios: